NO HA MUERTO LA VERDAD, HA DESAPARECIDO LA EXPERIENCIA

Por María Santana


La verdad revelada.

Las pantallas de los dispositivos cibernéticos están retransmitiendo la fragmentación y descomposición del mundo que ellas mismas ejecutan. Un espectáculo dentro del espectáculo que mantiene a la población embobada. Mientras tanto, el sentimiento de impotencia va consumiendo a quienes que no comprenden lo que nos está sucediendo. La herida que produce esa pérdida del mundo no es exclusivamente mental, sino que se abre camino directamente en cada cuerpo. Lo notamos en el momento justo en que apagamos el dispositivo, cuando la conciencia es invadida por una realidad que, en comparación, resulta desagradable porque se muestra de manera excesivamente directa, casi obscena.

Las imágenes se multiplican rápidamente desafiando al terminal humano que trata de encontrar certezas. La pantalla funciona como un espejismo en el que se superpone la representación de lo real y lo ficticio de manera incoherente hasta dar lugar a un desconcierto en el que se pierde de vista la verdad. En mitad del hundimiento, el náufrago va gastando sus fuerzas intentando encontrar un conocimiento que le mantenga a flote, que sea claro y estable. No se deja vencer por el desánimo porque le mueve la necesidad recóndita de anclarse en un sentido, por disparatado que éste sea, capaz de alejarle del caos de lo virtual. Por eso, en algunas ocasiones, se produce un evidente movimiento paradójico cuando en esta búsqueda de la cordura se acaba llegando a la creencia en determinados relatos que nublan la percepción del mundo como si fueran una auténtica fe. La ilusión que proporciona el nuevo sentido lleva a su encendida defensa como un dogma que se apoya en la vivencia de un desvelamiento. Este contacto con “la verdad” desnuda acerca al individuo a un estado de embriaguez. Entonces el neófito es capaz de mirar a su alrededor y sorprenderse al ver la actitud de la masa aborregada que no quiere enfrentarse a lo real. Desde la altura a la que han llegado, a los conversos les parece que sólo unos cuantos elegidos están preparados para la revelación y para sus consecuencias en el plano de la mente y la vida ordinaria.

Hay numerosos testimonios de esta verdad como vivencia exaltadora que van desde la pura conversión a la fe religiosa hasta el pensamiento crítico, pasando por la teoría de la conspiración más ramplona. No necesitamos ir muy lejos para encontrar un buen ejemplo. La epidemia de Covid-19 ha sido la ocasión perfecta para que muchas personas abracen su propio sistema de creencias. La multiplicación de información cuyo origen era dudoso, los datos ambivalentes, los informes contradictorios, las dudas científicas, etc., han despertado un ansia inaudita de verdad. En estas ocasiones cercanas a la angustia, el nuevo creyente puede acabar convertido en siervo de una imagen del mundo tan coherente y abarcadora que repele el contacto con toda disidencia o afuera. Cuando el discurso se elabora en contra de la posición dominante, la verdad revelada llega a ser tratada con el cuidado de lo sagrado, es decir, de lo adorado y lo prohibido. Como si la conciencia ordinaria no estuviera preparada para semejante exceso de saber.

Por lo descrito hasta ahora, se puede ver cómo los sistemas de creencias se presentan con estrategias más o menos racionales, aunque se buscan y se asientan en la conciencia a partir de necesidades irracionales y pasionales. A esto se suma algo que consideramos fundamental: la actualización de la condena a los poetas. Debemos tener en cuenta que, en un mundo dominado por la imagen y en el que los argumentos deben condensarse en 280 caracteres, puede resultar muy chocante abrirse a la experiencia de la alteridad artística en busca del mundo. La censura de este pensamiento poético impide, antes que nada, la posibilidad de poner en duda las propias creencias a partir de la distancia irónica que es capaz de proporcionar el arte. No puede resultar extraño que, frente al caos que nos engulle, acabemos ansiando un cosmos tan nítido, duro y eterno que se parezca más a una piedra que a un árbol. Es decir, se imagina una verdad con peso, como si pudiera ser arrojada a modo de proyectil contra quienes no están de acuerdo. Por tanto, cualquier posibilidad de cambio se vuelve inquietante. Se percibe el devenir del mundo como si se tratara del crecimiento anómalo de un tumor que escapa al control, porque se confunde su rítmica transformación con la imagen desordenada de las cosas que fluyen en la pantalla. Al estar tan distanciados, hemos perdido la sintonía con nuestro entorno. Se considera que lo verdaderamente importante es lo que hacemos al mirar, examinar, usar y manipular los objetos, pero nos negamos a dejar ser a las cosas. Es como si se hubiera perdido la habilidad para seguir con el cuerpo el compás del mundo. Su música ya no nos dice nada.

En contraste con esta posibilidad de un acercamiento sensual a la verdad que nos permite esa intuición poética, quienes se anclan en una verdad supuestamente pura y argumental acaban por defenderla como una parte esencial de ellos mismos que residiría en el fondo de la mente o el alma. Desde esa atalaya en la que les coloca la autenticidad de su discurso, invierten muchos esfuerzos para prevenirse de la contradicción o la puesta en duda. Así, se puede ver cómo la propia conciencia aparentemente lúcida rechaza aquellos acontecimientos o argumentos que no encajan con las expectativas y los deseos. Aunque si la fe está muy arraiga o el ataque es efectivo, esa racionalidad suele ir acompañada hasta de una reacción corporal: los nervios se tensan, las tripas se revuelven y el corazón se acelera. Llegados a este extremo, hay personas cuya imagen del mundo es tan rigurosa que puede desconcertar a quienes les rodean y prefieren ocultar sus creencias. Es más, su defensa beligerante puede volverles solitarias y taciturnas. En estas situaciones radicalizadas sólo queda el consuelo de la verdad en sí misma, pulcra y redonda, que merecería todos los sacrificios. Para ellas, lo único que importaría sería lo real o lo más real que lo Real.

La experiencia extática de la verdad tiene consecuencias claras. Aunque el error pueda ser evidente, muchas personas son capaces de auto-ocultarse los hechos verdaderos en un ejercicio de represión con el que salvan el sentido del relato en el que se hallan inmersos. Es más, cada desmentido acaba por reforzarles en su propia creencia, cada resistencia les hace sentir más poderosos. El dogma acaba estando tan estructurado que sólo puede ser sustituido por una nueva iluminación. El converso cae de rodillas y admite que hasta ahora había sido engañado y que la luz del conocimiento invade al fin su conciencia. Se avergüenza de los años en los que ha vivido en la oscuridad apoyando con sus actos una mentira y señala a los pecadores que se niegan a emprender el doloroso camino del saber.

Da igual la perspectiva, ideología o creencia en la que nos coloquemos, hasta el más cínico de los mortales anhela el sentido en lo más íntimo de su espíritu. Así somos los humanos, pese a la cacofonía de los dispositivos cibernéticos pervive la necesidad de un mundo y nos parece que éste sólo puede sostenerse en un contacto directo con la realidad verdadera. En otras palabras, en un mundo abandonado por los dioses, carente de poesía y deseo, convertido en un supermercado frío y desangelado cualquier orientación es bien recibida. Y con la pandemia de Covid-19 podemos comprobar la urgencia con la que aparecen y son sustituidas estas creencias al margen de su mayor o menor correspondencia con la realidad, su coherencia interna o su simple capacidad de fascinación.

El vicio de la “verdad” no solo está circunscrito a la dinámica de las redes sociales o los mentideros mediáticos, de manera más específica, también está muy arraigado en la filosofía crítica o radical. Muchos pensadores se han lamentado de ese gusto del vulgo por revolcarse en los engaños y la falsa conciencia capitalista para evitar cualquier responsabilidad social y política. Las posturas más politizadas han acabado cayendo en un discurso de la impotencia que ha señalado antes que nada la ausencia de una clase proletaria o precarizada que fuera conocedora de su explotación laboral y su miserable forma de vida. En este sentido, se suele expresar el desconcierto que produce la ignorancia de los menos favorecidos que no quieren enfrentarse a su infelicidad y que prefieren amodorrarse con el consumo dirigido, la comida rápida y los programas de telerrealidad. Situado en esta perspectiva politizada, el pensador crítico se pregunta una y otra vez cómo se podría despertar las conciencias para dar pie a una nueva clase correctamente revolucionaria. Pero, por muy encendido o rabioso que sea el discurso que se articule, seguimos comprobando cómo se ignoran cada uno de los hechos con los que se trata de romper la alienación actual. Su ceguera resulta desesperante. Al precariado pasivo y obediente le han dado igual el auge de la energía nuclear, el coltán y los diamantes de sangre, el cambio climático o las guerras de invasión. Así lo hacía constar claramente Jaime Semprún hace ya un par de décadas:

uno no tardará mucho en constatar que hay muchas cosas de las que la gente no tiene ganas de enterarse y que se las arreglan, cuando a pesar de todo llegan a sus oídos, para transformarlas en meras hipótesis, que tomarán en consideración entre muchas otras, para inmunizarse contra la verdad, acostumbrar al espíritu a absorberla sin reaccionar 1.

Para estos intelectuales más críticos, acaba resultando bastante difícil no caer en la misantropía al ver el desprecio a la verdad que profesa la población general. El problema no es sólo que se aferren a la falsa felicidad capitalista, sino que con sus actos sostienen ese sistema que nos esclaviza a todos.

Para no caer en la desesperación o el cinismo, esta lectura radical acaba sosteniéndose sobre un postulado vagamente optimista: la actitud de negación y resistencia a la verdad que despliega el hombre corriente no es capaz de alterar lo Real. Este presupuesto ontológico permite que haya un más allá de la pantalla que seguiría al alcance de la conciencia humana. Sin negar este punto de partida, consideramos necesario matizar esta afirmación para huir de cualquier fanatismo. Como punto de partida de nuestra reflexión, vamos a repetir que es el mundo lo que se está resquebrajando o, retomando la sugerente metáfora de Semprún, que el mundo se ha convertido en un cadáver en descomposición 2 cuyos movimientos no son más que los humores y fluidos que van rezumando debido a su putrefacción. Frente a esta muerte, el ser humano se encuentra como el operario de la central nuclear de Chernóbil en pleno accidente y que ve cómo se alza irremediablemente la columna de destrucción: impotente, fascinado y aterrado. De esta forma, para protegernos de las consecuencias inmediatas de la desaparición del mundo, que son el vacío de la existencia y el miedo a la muerte, buscamos un sentido y esperamos que éste se encuentre afianzado en el nivel más bajo y auténtico posible. Queremos que la verdad esté lo más apegada que se pueda a la realidad, que sea una muestra directa y desnuda de ésta. Necesitamos, en ocasiones con desesperación, una certeza inapelable.

A partir de ahí surge una esperanza que empuja a algunas personas a tratar de desbrozar el camino que nos conduzca a esa realidad en sí misma. De este modo, el esfuerzo se centra en ir retirando las capas de la impostura para ir más allá del simulacro e, incluso, de esos relatos o cosmovisiones a los que nos hemos estado refiriendo hasta ahora. Es decir, en esa labor de salir de la ignorancia una persona puede acabar eligiendo entre tener que sostener un sentido, sea éste más o menos fuerte, o arrojarse a una búsqueda aún más profunda de consecuencias un tanto dolorosas. Zizek nos advierte del peligro que se puede encontrar agazapado en esta labor de purificación colocándose en la interpretación del mito de la caverna que se realizaría en la posmodernidad, “¿qué pasaría si este centro fuera una especie de Sol Negro, una monstruosa y aterradora Cosa Demoníaca, y por esta razón imposible de soportar? 3”. En ese caso, a la salida de la caverna el filósofo no se encontraría con un sol que iluminase completa y claramente las cosas, sino con una intemperie preconceptual imposible de comprender que se instalaría como una enfermedad en su conciencia. Inesperadamente, podría ser que la caverna que ha abandonado el aventurero fuera en realidad el refugio que le protegía de lo inhóspito.

Si fuera así, ese presunto acto de valentía se convertiría en una temeridad. De ahí que nos permitamos especular con la posibilidad de que la liberación del prisionero descrita por Platón no desemboque necesariamente en esta sobre exposición cegadora a la luz de lo Real. Ya lo advirtió Nietzsche, una vez rotas las cadenas no es necesario que el recién liberado huya a ese afuera desconocido, sino que podría dedicarse a reelaborar poéticamente el tejido del mundo para crear un lugar más acogedor. Dicho de otra forma, el mismo espacio metafórico de la caverna contiene más matices de los que señala la propia lectura de Platón. Y es en este punto donde podría jugar un papel fundamental la experiencia propiamente poética. Porque únicamente el arte, en el sentido más amplio del término, es capaz de adentrarnos en esa ambigüedad que multiplica las posibilidades interpretativas, disuelve la necesidad de un discurso radical de la verdad y nos acerca a un sentido lleno de aristas, recovecos y dudas. Para el disfrute completo de esa vivencia debemos dejarnos atrapar por un mundo que contacta con una realidad en escorzo.

¿Hay que salir de la madriguera?

A este respecto, consideramos que la obra de David Lynch sería un buen ejemplo de esa capacidad que pueden tener las expresiones artísticas para acercarnos a la alteridad y la apertura del sentido. De hecho, algunas de las películas y escenas de Lynch pueden llegar a inducir una experiencia del extrañamiento que roza lo onírico. Por eso nos parece interesante proponer una lectura del mito de la caverna a partir de una película suya. En 2002 estrena la sitcom titulada Rabbits que estaba compuesta por varios capítulos breves que después uniría hasta conformar una especie de película de unos cincuenta minutos. Algunas de las imágenes y el propio escenario aparecerán en su película Inland Empire. En la serie se muestra la sala de estar de una familia americana estereotipada: la madre en bata se dedica a planchar mientras la hija está sentada en el sofá central y el padre entra y sale del apartamento como si viniera de trabajar. A pesar de lo cotidiano de la escena, hay varios elementos que la convierten en una experiencia claramente inquietante. Lo más chocante es que los personajes van disfrazados de conejos y parecen peluches gigantes. Además, la sala está en penumbra y hay espacios, muebles y objetos que no se distinguen con claridad. Los actores se dedican a declamar frases inconexas que podrían entenderse como una adivinanza o como un simple texto automático. Para colmo, al finalizar algunas de las frases, se puede oír la risa del público como si el personaje hubiese dicho algo gracioso.

Como sucede en muchas de las obras de Lynch, las posibles interpretaciones más o menos profundas de la escena son numerosas. Teniendo en cuenta la sobriedad de la situación que nos muestra y la práctica ausencia de acción, resulta muy difícil comprender lo que estamos viendo desde la lógica más narrativa. De este modo, la mayor parte de las lecturas se centran en encontrar un sentido a las palabras que van diciendo los personajes pensando que éstas se articularían como una suerte de enigma. ¿Se estarían refiriendo a un crimen, una amenaza o una desaparición?

Sin embargo, podemos dejar al margen los discursos melancólicos de los actores para sencillamente mirar lo que sucede. Lo primero que debemos tener en cuenta es que se trata de una familia de conejos (de peluche). Y esto marca significativamente todo lo que se nos muestra. El escenario se ve completo a partir de un enfoque fijo que recuadra la imagen como si fuera una caja. La distancia a la que se mantiene la cámara nos impide reconocer los gestos de los personajes. El espectador no sabe si se encuentra ante una madriguera, una casa de muñecas o una jaula de un laboratorio, si es una crítica a la familia americana, a la descomposición de las relaciones personales o a la deshumanización de la vida en las ciudades. Observamos que el padre es el único miembro de la familia que tiene contacto con el exterior, pero que sus salidas y entradas obedecen a razones misteriosas, como si su comportamiento respondiera a un automatismo físico, a una suerte de orden impresa por años de condicionamiento. Mientras tanto, la madre se mueve de manera mecánica, pasa la plancha sobre la misma prenda una y otra vez, se retira a algunas de las habitaciones del fondo, se acerca al sofá, se sienta brevemente, declama poemas y canta cuando se queda a solas. La hija permanece simplemente sentada, aunque en alguna ocasión sale de la sala de estar.

La habitación carece de ventanas y sólo tiene la abertura de la puerta por la que no entra luz alguna. Ignoramos completamente lo que sucede afuera. Lynch contextualiza brevemente la acción con las palabras “En una ciudad sin nombre, inundada por una lluvia continua… tres conejos viven con un aterrador misterio”. El sonido de la escena parece recrear esa lluvia y el aire soplando. Los tres personajes están solos, aislados y protegidos dentro del pequeño habitáculo. ¿Deberían aventurarse más allá de la puerta? Salir puede suponer la huida y liberación de los prisioneros, pero también la exposición a un peligro brutal e incomprensible. De hecho, hay un momento en el que queda claro el riesgo de esa realidad que está más allá de las cuatro paredes: cuando la sala se oscurece en una penumbra roja y aparece la mitad de un rostro masculino enorme del que solo se ve la boca emitiendo unos gritos ininteligibles. En ese instante comprendemos la fragilidad de la madriguera y de sus habitantes que acaban juntos en el sofá esperando no se sabe bien qué.

La escena es claustrofóbica y desasosegante. Si estiramos la comparación de la existencia humana con la de esa familia de conejos, podemos especular que nuestros hogares se han convertido en cavernas en las que estamos prisioneros, en cárceles de las que no nos atrevemos a salir. En una lectura aún más radical, podría ser que los conejos alterados por los experimentos del laboratorio hayan mutado hasta adquirir un tipo de conciencia que les permite comprender vagamente la situación de reclusión y el peligro en la que se encuentran. Pero, y ahí es donde reside la tristeza de la escena, no hay salida posible: las palabras de los conejos no acaban de desgranar el misterio, no son capaces de encontrar una salida y quedan a merced de un ser todopoderoso y ajeno.

Presuponemos que los personajes desean escapar de ese espacio para alcanzar la libertad y que esa huida les daría la posibilidad de acceder al mundo verdadero, a esa ciudad en la que suceden verdaderamente las cosas. Entendemos que nadie desea vivir enjaulado y que el riesgo que pueda haber fuera resulta asumible. Es más, queremos pensar que el ser humano tiende a rebelarse contra la idea de que no hay salida, que esa idea solo sería un prejuicio que funcionaría como estrategia de control. En consecuencia, en cada persona residiría una voluntad lo suficientemente fuerte como para romper con ese espejismo, esas cadenas mentales y físicas que nos mantienen atados a una vida rutinaria y vacía. Sin embargo, a pesar del desagrado que les produce la película, sabemos que la madriguera es lo único que mantiene a los conejos con vida, que les permite estar juntos y tratar de buscar el sentido de ese misterio. Más allá de esa puerta está lo sin nombre, lo desconocido, lo incomprensible.

El afuera, eso Real, es tan tentador como peligroso. Tratamos de mantenernos a una distancia que nos proteja. De este modo, la realidad, compuesta por capas, va emergiendo en diferentes versiones del mundo. El mundo está sostenido por la razón y la imaginación. Por tanto, no debemos olvidar que la creatividad y la poesía tienen un papel imprescindible aquí. Lo Real, como ese todo preconceptual, permanece al margen y así debe ser. En ocasiones, la conciencia más lúcida, más extática o trascendente trata de acercarse al abismo de eso Real. Esto sucede, sobre todo, cuando se ha perdido la esperanza de alcanzar un relato coherente del mundo, porque se ha ido pasando por diferentes iluminaciones en torno a la verdad y se está convencido de que se “viene de vuelta de todo”. Como hemos señalado antes, no se trata de un puro ejercicio intelectual, sino que tiene consecuencias existenciales profundas que afectan a la persona. Ese impulso se entrelaza con la pérdida de la alegría al desaparecer la vivencia placentera del propio cuerpo y al sentirse desorientado en el mundo que se habita. En definitiva, nos arriesgamos a salir a la intemperie cuando se ha perdido la posibilidad en sí de la experiencia. Cualquier persona sensata trataría de protegerse buscando un nuevo refugio. En cambio, parece que en el momento en que nos volvemos incapaces de vivenciar el mundo, lo único que queda es la exposición turbadora a lo Real. El movimiento entraña un riesgo suicida, pero no puede negarse que surge de una auténtica necesidad, de ese retorcerse de las entrañas cuando lo único que se puede sentir es miedo.

Por lo tanto, lo que hemos perdido no es sólo la verdad, sino todos los elementos simbólicos que permiten comprenderla y articularla como mundo. Los conejos de la película de Lynch están acercándose al secreto que se les oculta igual que nosotros sabemos que el mundo está desapareciendo. Lo repetimos de nuevo, lo peor no es ignorar la verdad, sino abandonar la ficción, la poesía, la imaginación, lo irracional, el cuerpo, la piel que nos envuelve, los abrazos y las caricias, las cosas y los Otros. Es similar a lo que Santiago Alba Rico denominaba un suicidio por perversión de la ficción4, una extensión de un nihilismo generalizado cuyos efectos no son exclusivamente metafísicos, sino que van desde los gestos más pequeños de la vida cotidiana hasta las más terribles decisiones políticas. Lo que no somos capaces de aprehender de manera plena son el mundo y su experiencia.

La consecuencia es que para cualquier chaval acaba produciendo el mismo impacto sensorial y emocional una partida al Call of duty y manejar un dron militar, porque en ambos se dispara con el mismo botón. De tanto repetir el gesto, el acto acaba siendo anodino y poco estimulante. Cuando se pierde la descarga de adrenalina inicial, ese disparo no es capaz de dejar una mínima huella en el cuerpo, a partir de la cual poder sentir una carga ética. Y así convertirse en una experiencia. Ante la pantalla, el soldado mantiene la atención despierta, los reflejos intactos, es capaz de diferenciar un camello de un niño, pero no comprende lo que hace, es más, en el fondo ni siquiera sabe lo que hace. Comprendemos perfectamente su actitud, porque ese soldado rechaza lo que está percibiendo de manera automática como la única forma de acomodar su conciencia del mundo a la monstruosidad de sus actos.

Esta inmunidad a la experiencia es un efecto directo de la pantalla que ha mediatizado nuestro contacto con los objetos, que se ha interpuesto en la comunicación con los demás y que está sustituyendo el placer de los cuerpos. Anders lo llama un “conocimiento sin vida”, pues al no impresionar realmente nuestros sentidos, al no constituir una vivencia, se queda en una superficialidad de carácter puramente intelectual. Entonces, “uno sabe que lo que acaba de vivir ahí ha tenido lugar realmente en ese mismo momento, mientras lo veía en la pantalla; pero sólo lo sabe; ese saber no tiene vida; no se consigue conectar la diminuta imagen con lo ocurrido allá lejos en alguna parte ni el ahora de aquí con el ahora de allá 5”. La pequeña conmoción que se produce en sus sentidos no llega más que a la superficie, se convierte en una impostura, un teatrillo en el que constantemente tiene que recordarse que eso que se está viendo está efectivamente sucediendo.

La pantalla se ha tragado el mundo entero dando lugar a un auténtico totalitarismo. Todo aparece en ella: las cosas, los seres humanos, los sentimientos, lo permitido y lo prohibido, lo normal o lo extravagante, etc. El espectador no es capaz de dotar de la coherencia necesaria a lo retransmitido para que se muestre como un cosmos, un mundo con sentido. Por eso, hasta hace poco los medios de comunicación intentaban articular un mínimo de discurso que permita algo de orientación entre el ruido. Nos hacen creer que eso que vemos en la pantalla es TODO. Y esto se puede conseguir porque, efectivamente, las imágenes que se muestran no son simple ficción, espectáculo periodístico y pornografía emocional. Sino que el espectador abre sus sentidos para captar lo que se muestra porque piensa que sigue siendo real. Sin embargo, con el uso de los dispositivos cibernéticos interconectados asistimos a la disolución de este discurso mínimo que emitían las cadenas de televisión. Ahora el terminal humano queda hipnotizado por el caos de imágenes desordenadas, ambivalentes, absurdas y sin referente mundano. El espectador está fascinado por el vértigo de la catástrofe que le atrae y repele a partes iguales.

En este momento, ha quedado en suspenso cualquier posibilidad de distinguir lo verdadero de lo falso. En consecuencia, el principio de realidad se ha desvanecido y lo más absurdo se ha tornado posible. Por eso Baudrillard indica que el mundo que nos muestra carece de sentido, porque “para que una cosa tenga sentido, hace falta una escena, y para que exista una escena, hace falta una ilusión, un mínimo de ilusión, de movimiento imaginario, de desafío a lo real, que nos arrastre, que nos seduzca, que nos rebele 6”. Estas características específicas eran las que configuraban la experiencia. Éste es el nuevo límite del conocimiento humano y es tan desmesurado, tan radical, que está poniendo en peligro el conocimiento en sí mismo. Las imágenes que nos rodean son fragmentos desgajados de un mundo en descomposición que cada día se parece más a eso real preontológico y monstruoso. Lo que estamos viendo constantemente, con los ojos abiertos de par en par, carece de escena. La escena, como mundo en el que suceden las cosas, se ha sustituido por una obscena de transparencia, donde las cosas se ofrecen en toda su desnudez, incapaces de provocar preguntas o deseo. Hay ilusos a quienes ese chorro constante de imágenes en estado bruto les parece que son la verdad o, peor aún, la única verdad posible. En cambio, el contacto con esos pedazos incomprensibles de lo real es incapaz de dejar una marca libidinal. Todo se esfuma, se olvida y se fantasmagoriza.

1 SEMPRÚN, Jaime (2002), El abismo se repuebla. Madrid. Precipité editorial.

2 Ibid., p. 7.

3 ZIZEK, Slavoj (2006). Visión de paralaje. Buenos aires. FCE, p. 191.

4 ALBA RICO, Santiago (2006), Vendrá la realidad y nos encontrará dormidos (partes de guerra y prosas de resistencia). Hondarribia: Editorial Hiru, p. 14

5 ANDERS, Günther (2011) La obsolescencia del hombre, Vol. I. Sobre el alma en la época de la segunda revolución industrial. Valencia Editorial Pre-Textos, p. 190

6 BAUDRILLARD, Jean (2000), Las estrategias fatales. Barcelona. Anagrama. p. 67-68.

KS. MUERTE A LOS VIEJOS

Massimiliano Geraci y Franco “Bifo” Berardi


Editorial: Materia Oscura. 268 Páginas.


Por María Santana

La inexistencia del otro.

KS. Muerte a los viejos se presenta desde el inicio como una novela atípica. Del trabajo conjunto de Massimiliano Geraci y Franco “Bifo” Berardi ha surgido un relato urgente y militante, en el buen sentido de ambas palabras, que describe con lucidez las posibilidades de un futuro inmediato pospandémico. En este sentido, la novela publicada por Materia Oscura evita convertirse en la simple trasposición de las ideas elaboradas por Bifo en sus últimos libros y rehúye el tono didáctico a la hora de señalar la descomposición del mundo que conocemos. De hecho, la historia soslaya gran parte del tema de la epidemia de Covid-19 y sus consecuencias biopolíticas más inmediatas para presentarnos directamente algunas de las modificaciones de la psique social en el año 2032.  Según nos explica Bifo en el pequeño prólogo inicial, a la pandemia de Covid-19 le habría sucedido una época de caos económico, guerras locales, movimientos migratorios masivos y colapso medioambiental que dejó un planeta agonizante con una población sometida y temerosa. Estas alteraciones mentales serían el producto del trabajo de reprogramación del cerebro planetario realizado por las compañías tecnológicas y financieras para el control y pacificación de la población. Esta brevísima presentación sumada al propio título de la novela nos preparara para una lectura pesimista enmarcada en un contexto bastante creíble. Es más, la verosimilitud de muchas de las descripciones, de las situaciones y de los personajes acaba acercándonos a una reflexión sobre nuestro presente un tanto amarga.

El punto de partida de la historia es una especie de efecto secundario inesperado de la Covid-19 (suponemos que se trataría del resultado de la mezcla de enfermedad, vacunas y tratamientos improvisados) que habría dado lugar a una mutación en las personas mayores que les permitiría una mayor longevidad. Este milagro de la medicina se presenta a través de la vivencia de un profesor de instituto solitario, Isidoro Vitale, que se convierte en el antihéroe de la trama detectivesca. Vitale trata de buscar el origen de unos asesinatos de ancianos llevados a cabo de manera aleatoria por pandillas de jóvenes. Hasta el momento en el que comienza el relato, el profesor sobrevivía sumido en una rutina absurda, obligado a repetir una y otra vez sus lecciones frente a un alumnado completamente ensimismado en sus conciencias hiperconectadas. De modo que el regalo de la inmortalidad es experimentado como una especie de ensañamiento médico que condena a los ancianos a seguir trabajando manteniendo tareas en desuso o inútiles y resistiendo débilmente al desmoronamiento social.  

Con el nombre del profesor los autores rinden homenaje al protagonista de la novela Diario de la guerra del cerdo de Bioy Casares, Isidoro Vidal, que narra un conflicto similar entre jóvenes y ancianos. La atmósfera onírica y decadente de la primera es sustituida en KS por cierta densidad lisérgica cercana a la alucinación. Del mismo modo, mientras Diario de la guerra del cerdo muestra justo el momento en el que la apacible vida cotidiana de un jubilado se quiebra inesperadamente, en KS nos encontramos inmersos en una sociedad en la que todas las relaciones entre humanos se han vuelto hostiles. Eso sí, en ambas historias los chavales atacan, como señala Bioy Casares, “más por diversión que por saña”, sin querer ser conscientes del sufrimiento de sus víctimas [1]. En cualquier caso, el futuro imaginado por Geraci y Bifo es, por comparación, más turbio y desalmado. El lector sintoniza rápidamente con la tristeza y la impotencia del profesor Vitale ante la desolación que se va tragando las ciudades y las casas, metiéndose en las habitaciones y las intimidades hasta destruir cualquier refugio.

Vitale toma cada mañana sus píldoras para controlar el dolor físico y la angustia y lo hace con la misma naturalidad que tenían los personajes de las novelas de Philip K. Dick cuando deseaban programar su estado de ánimo diario. En este futuro distópico el consumo de psicofármacos es el único modo de aliviar el sufrimiento que genera la ausencia de vínculos humanos. Ante el crecimiento de la infelicidad, el conglomerado tecno-sanitario pone al alcance de la población toda una serie de drogas y retiros bucólicos en paraísos artificiales. Sin embargo, la trampa química solo es capaz de retardar la caída en el paroxismo destructivo de los diferentes personajes. En este sentido, el relato es sumamente pesimista y acaba siendo una suma de fracasos en el esfuerzo por sobrevivir individual y colectivamente en medio del caos. Por ejemplo, a lo largo de la historia todas las conversaciones quedan inconclusas: los interlocutores desaparecen o se ignoran entre sí, las cartas no llegan al destinatario y las palabras no son capaces de transmitir el dolor más íntimo. Las personas se convierten en mónadas sufrientes. A pesar de los intentos por compartir algo de afecto, los actores se encuentran aislados e incapaces de mirar a los ojos o de tocar el cuerpo de la otra persona. La soledad se vive como una enfermedad crónica porque las caricias con las se podrían romper las barreras se convierten en manos crispadas o amenazantes.

Desde esta perspectiva, es especialmente interesante las descripciones que realizan los autores sobre las diferentes formas de experimentar el propio cuerpo y como va creciendo la desafección de éste en paralelo a la desaparición de la comunicación cara a cara y las relaciones físicas. Como Bifo ha señalado en varias ocasiones, la depresión puede tener origen en una conciencia embebida en el vacío de la existencia, pero se concreta como una enfermedad cuando se produce la pérdida del contacto corporal con quienes nos rodean. Al desaparecer los besos, los abrazos y las caricias se va negando nuestra exterioridad constitutiva generándose una desconfianza hacia el mundo y los demás. Porque la única forma que tenemos de acceder al mundo es a través de la piel que “alimenta el cerebro de percepciones del mundo y, a cambio, este suministra a la piel de sensitividad, inclinaciones estéticas y tendencias: deseo [2]”. Sin embargo, en una sociedad como la nuestra obsesionada con la higiene y la profilaxis, en la que se aumenta progresivamente la distancia con las cosas y las personas, el tacto va siendo despreciado como un sentido inquietante y la proximidad repentina del mundo empieza a vivirse como una intrusión.

A través de esta distopía Geraci y Bifo tratan de mostrar como a pesar de la sofisticación tecnológica, química y cultural con la que se intentan satisfacer todas las necesidades y apetencias de los humanos, en los cuerpos pervive cierta forma de deseo que acaba manifestándose de manera violenta y destructiva. Ese deseo irredento se muestra como una avidez brusca que devora objetos y personas, hasta que su insaciabilidad se vuelve contra uno mismo. Se manifiesta entonces como un impulso o una fuerza que arrasa con los restos de la racionalidad de los diferentes personajes, que les vuelve incapaces de proyectar soluciones o imaginar posibilidades, que les impide dormir, soñar y compartir. Embebidas por los dispositivos tecnológicos, las personas desechan y reprimen la parte más creativa de la mente, aquello que podríamos denominar racionalidad poética. Y, así, su vida se vuelve estéril y el mundo se torna un espacio inhabitable.

Como en muchas novelas de ideas, la trama de esta novela no ofrece muchas sorpresas y desde el inicio se puede anticipar gran parte de los sucesos. Los hechos se presentan claramente al principio y, como mucho, se puede especular sobre el grado de implicación o conocimiento de los diferentes personajes. Los autores prefieren centrarse en las reflexiones del profesor y en las peripecias más o menos realistas y desastrosas en las que acaba participando. De hecho, en algunos momentos los acontecimientos se vuelven innecesariamente retorcidos en un afán por construir una panorámica de todos los estratos tecno-económicos y coercitivos. Del mismo modo, consideramos innecesaria la resolución explícita de algunos de los conflictos formulados que se produce en la quinta parte del libro. Hubiésemos preferido un final más abierto que permitiera cierta especulación e, incluso, cierto consuelo.

Dentro de esta historia en la que se enredan muchos personajes es especialmente conmovedora la forma en la que se muestran los más jóvenes. Quizás para evitar un juicio que podría resultar recriminatorio, los autores dejan hablar a los chavales en una serie de monólogos íntimos en los que se expresan de manera desordenada, amontonando las palabras, aunque en ocasiones resulten salvajemente poéticas. A pesar de lo chocante que parece al inicio, su forma de comunicarse y comportarse acaba por ser realista dado que muchas de las características violentas y deshumanizadas que muestran son reconocibles en actos y gestos actuales. Los jóvenes deambulan completamente perdidos por ese futuro cibernético. En la novela su transformación cognitiva y emocional se ha consumado y se han convertido en fantasmagorías incapaces de interactuar entre ellos sin mediación de la tecnología. Sus mentes permanecen conectadas entre sí a través de una máquina que los exprime y desprecia. En sus cuerpos el placer y el dolor se han vuelto equivalentes e igualmente vacíos. Sus palabras construyen mitologías deshilachadas, de un sentido vago y desconcertante. Como nos explica Bifo, cuando el lenguaje se adquiere en entornos mediatizados por la tecnología, cuando se pierde el ambiente afectivo y el contacto físico de la familia “el vínculo entre las palabras y la realidad se debilita, se hace frágil y precario [3]”. En definitiva, cuando se rompe la relación entre el acariciar y el hablar el mundo se vuelve un simple espacio repleto de objetos, las palabras tan sólo señalan y se despojan de sentido.

Para ver hasta qué punto nos acercamos al desastre que Bifo y Geraci nos describen no tenemos más que pensar un poco en la forma en la que nuestras relaciones personales se están deteriorando: lenguaje y cuerpo se pierden a la vez. La alteración del contacto con los demás se opera a partir la transmisión espasmódica de imágenes y de mensajes sintéticos, rápidos y fragmentarios que carecen de asidero cuando sustituyen el encuentro, el diálogo y el contacto piel con piel. Así, la novela nos muestra una humanidad que será incapaz de comprenderse de manera individual y colectiva, como si el cableado del cerebro social al que se refiere Bifo como “mediado por protocolos lingüísticos inmateriales y dispositivos electrónicos [4]” hubiese alterado tanto la cognición humana como para hacer emerger una nueva especie. Esos niños huérfanos, silenciosos, agresivos, hiperactivos y doloridos hablan una jerga alucinatoria por la que se filtra una lucidez temblorosa y cruda. Como si se tratara de una horda de Kaspar Hausers desangelados tratando de comprender y actuar en una realidad que se ha convertido en intemperie.


[1] Hay más homenajes a la novela de Bioy Casares, como en la escena en la que es asesinado el librero Malatesta: GERACI, Massimiliano y BERARDI, Franco “Bifo” (2021), KS, Muerte a los viejos. Segovia: Materia Oscura Editorial, p. 71.

[2] BERARDI, Franco “Bifo” (2017), Fenomenologia del fin. Sensibilidad y mutación conectiva. Buenos Aires: Editorial caja negra, p. 68.

[3] Ibid., p. 260.

[4] Ibid., p. 34.