EMERGENCIAS

Por Manuel Crespo


No puedo considerar una aportación mía las ideas que aquí voy a escribir. Lo que aquí se recoja no son más que reflexiones o en el peor de los casos versiones deslucidas de las ideas y descubrimientos que otros describieron antes y más certeramente de lo que pueda hacerlo yo. Estas líneas van a estar pobladas de citas imperfectas que no pretendo velar y que vendrán bastardeadas por la memoria. No quiero hurgar por la biblioteca en busca de la precisa palabra de los autores que me sirven de referencia. Pero aquí late el Grupo surrealista de Madrid, los surrealistas históricos, Rimbaud, Novalis… tantos otros.

Las imágenes que acompañan este texto y que he llamado “Emergencias” carecen de valor artístico. No tienen que ver con la estética, sino con una suerte de revelación. Son el testimonio de una de las infinitas irrupciones de lo sobrecogedor en el curso cotidiano de una vida, la mía, por lo común incapaz de desviarse del cauce acostumbrado que enceguece.

La realidad es una construcción cultural. Para poder vivir dentro de una mecánica lógica y salvífica, lo que acontezca debe ser coherente. Todo sucede de manera lineal, obedeciendo a la obligación de circular por un carril, ignorando lo que pudiera ser si la atención se fijara en los márgenes. De ese modo, cerramos los ojos a todo lo que no obedezca a una narrativa clásica de planteamiento, nudo y desenlace. Final consolador que se conoce de antemano.

Hace años el Grupo surrealista de Madrid pulula alrededor del concepto llamado “materialismo poético”. Recientemente, la publicación del libro Materialismo poético de Julio Monteverde por la editorial Pepitas de calabaza ha contribuido a esclarecer, que no agotar, alguna de las premisas de esta teoría. El materialismo poético es, en esencia, la práctica de la poesía por cualquier medio, más allá de la plasmación de su verdad en un poema escrito. Sabemos que el poema puede ser reducto de especialistas en corrientes estéticas, de malabaristas de la palabra, cuando lo cierto es que el fenómeno poético es una experiencia inserta en la vida, una ruptura de las reglas aparentes. Es la fiebre provocada por lo inexplicable.

¿Puede una impregnación del rocío en el asfalto convertirse en umbral de lo inefable? ¿Ser más que agua y hormigón? ¿Alzarse como presencia insólita, como el signo de una realidad potente y mágica crecida en la frontera del sentido? Sí, a condición de desprenderse de lo que llamaría un”exceso de personalidad”.

Confieso que las Cartas del vidente de Rimbaud fueron y son mi mapa del tesoro en la experiencia poética. Mi piedra de toque para destacar el oro de la ganga, lo sentido como verdadero frente al fuego artificial de los versos surgidos de dentro de la cabeza, tan ingeniosos como estériles.

La poesía es una experiencia del vértigo. La peligrosa sensación física y mental de que el sujeto que se conoce a sí mismo por su nombre da paso a otro que lo empuja. Un salvaje para el que todo lo que le rodea es nuevo y no busca comprenderlo, sino adentrarse en cualquier fenómeno con avidez. Ya se sabe: «yo es otro”.

Es entonces, cuando todos los sentidos “se desarreglan”, que se verifica un fenómeno que cuestiona las reglas en apariencia inmutable. Es un hecho objetivo una experiencia explosiva y verificable, capaz, repentinamente de ensanchar el campo de percepción hasta un ámbito en el que el alarido sustituye al razonamiento. Su lengua es “del alma para el alma”.


NO MIRES ARRIBA

Por María Santana


Los dos años de epidemia que llevamos soportando y que han transformado los gestos más cotidianos parece que no alteran sustancialmente nuestra ilusión en el progreso y en los dispositivos científicos y tecnológicos. Cada día nos desconcierta más el hecho de encontrarnos aún acorralados por el virus. Pero seguimos esperando la solución médica definitiva, la explicación verdadera, la protección del Estado y la vuelta a la vida anterior (a una vida “normal”). Mientras tanto, despotricamos contra negacionistas o covidistas y matamos el tiempo con el consumo de productos de ocio.

A partir del encierro doméstico se han revitalizado las plataformas de televisión que ofrecen dinámicas de evasión y compensación emocional masivas. Sus productos son de usar y tirar. El hecho de que contraten a directores, guionistas y actores de cine no consigue compensar la calidad mediocre de lo que se exhibe. Las series o telefilmes se promocionan y adquieren fama durante unas semanas para dar paso rápidamente a la siguiente sin dejar huella en los televidentes. Lo curioso es la bendición como productos de calidad que están recibiendo. Frente al tiempo gastado en las redes sociales, darse un atracón de capítulos de la serie de moda empieza a ser valorado como alta cultura. Ser capaz de mantener la atención durante tres horas ya supone un esfuerzo intelectual para quienes están perdiendo la concentración en labores como la lectura o la resolución de problemas de cálculo. Por lo tanto, el ocio de masas reproduce un mundo cada vez más reconocible, familiar y que evita cualquier conflicto cognitivo, emocional o moral, en suma, facilita una experiencia de evasión confortable que, en muchas ocasiones, roza lo naif.

En este contexto se estrenó el telefilme No mires arriba centrado en la fantasía del choque de un cometa contra la Tierra que la destruiría por completo. Como espectadora, ya estaba predispuesta ante un producto con tanta aceptación, que despierta buenos sentimientos en plenas Navidades y repleto de grandes estrellas pertenecientes al espectro buenista de la industria del cine. La propia publicidad ha estado dirigiendo la interpretación ecologista del telefilme. En las imágenes promocionales aparecen los actores orgullosos explicando que el espectador se encontraría con una experiencia devastadora y divertida a partes iguales e insistiendo en la moraleja: hay que creer el la palabra de los científicos. Y, de hecho, esto es lo único que puede concluirse con claridad después de sus 138 minutos, porque no da alternativas ante la crisis de la Tierra, ni siquiera hay un reparto de responsabilidades éticas. Sus personajes simplemente se comportan de manera negligente, tal y como se espera de ellos. Sin más sorpresas que un final fatídico y poco creíble. Acaba siendo una pesadilla ñoña de la que despertaremos con unos buenos propósitos bastante vagos.

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Nadie se lleva a engaño ante un producto cultural de masas. Sería muy ingenuo pensar que en el espectador vaya a haber un cambio de conciencia trascendental que germine en una acción autogestionada y colectiva que salvaría la Tierra. No es eso lo que se pretende, de ahí el uso del tono cómico que permite moverse en un registro frívolo incapaz de herir a nadie. A lo largo de las dos horas y media, lo único que hacemos es reafirmarnos en una serie de mensajes manidos que sabíamos que íbamos a encontrar.

Sin embargo, siempre se puede rascar algo más para tratar de ver qué relato del mundo se está fraguando desde la industria del entretenimiento. Y lo primero que me llama la atención es que se trata de una historia que se regodea en el modelo tanatopolítico que ya se había exhibido de manera impúdica en la serie de El juego del calamar. Durante mucho tiempo este tipo de lecturas siniestras del futuro habían aparecido casi exclusivamente en el ámbito del cine independiente o de autor. Hoy se puede encontrar en películas como el Joker en la que se celebraban los actos de un asesino en serie como si se tratará de una “víctima del sistema”. Los tiempos están cambiando y es inviable una gesta heroica repleta de testosterona como la que se narraba en Armagedon. Es decir, ya no hablamos de una propaganda que justifica ideológicamente la biopolítica, entendida como la gestión y manipulación de las formas en las que se manifiesta la vida, sino que vemos directamente cómo se va a organizar nuestra desaparición, la extinción de toda forma de vida.

Hasta hace poco, Agamben utilizaba el término de tanatopolítica para referirse a las situaciones en las que se encuentran las personas privadas de sus derechos y reducidas a objetos. Señalaba los campos de concentración y extermino como los lugares en los que se forjó el paradigma que hoy funciona en los centros de refugiados, los aeropuertos o los espacios entre fronteras. Éstos no-lugares se convierten en espacios “en el que el orden jurídico normal queda suspendido de hecho y donde el que se cometan o no atrocidades no es algo que dependa del derecho, sino sólo del civismo y del sentido ético de la policía que actúa provisionalmente como soberana1”. Es decir, igual que se trataron como objetos a las personas que fueron asesinadas en los campos de concentración, hoy se privan de derechos a los migrantes y refugiados que están ahora mismo en la frontera entre Polonia y Bielorrusia. Así, los dos países en disputa pueden ignorarlos, dejar que mueran de hambre y frío o, incluso, dispararles hasta matarles mientras el resto del mundo hace como si no existieran. Porque ya no son sujetos de derecho, sino objetos de gestión.

Aplicando la tanatopolítica a la industria del entretenimiento podemos preguntarnos: ¿qué sucede cuando los derechos y libertades quedan en suspenso no sólo en estos espacios sino en toda la Tierra? ¿cuando nuestra existencia queda estancada en ese estado de excepción? ¿cuándo nuestra salud, esperanza de vida, forma de vida y muerte dependen de la arbitrariedad del burócrata o el policía con el que nos topemos? La película es exactamente eso: nuestros protagonistas no son ni héroes, ni antihéroes, son unos desgraciados a quienes se les ignora y que asumen su propio final de manera sumisa. Absolutamente expropiados de cualquier decisión, derecho o posibilidad de acción ante algo que les supera de manera monstruosa. Tal y como vivimos el resto de nosotros. Si le quitáramos las risas y tratáramos de verlo como una historia realista, la vulnerabilidad de los personajes sería apabullante. En el fondo es un relato sobre la impotencia con la que tenemos que aceptar el tenebroso mundo en el que vamos a morir.

Recuerdo haber visto de niña la película Cuando el viento sopla. En ella aparecía un matrimonio mayor de una zona rural inglesa que vivía aterrorizado con la posibilidad de un ataque nuclear por parte de la URSS. En aquel momento se me escapó gran parte del trasfondo político de la historia, pero sí que me quedó clara la ignorancia en la que vivían los protagonistas, el desamparo, la desinformación y la aceptación de la catástrofe. Ni siquiera puedo poner en pié cómo acaba, lo que sí quedó indeleblemente grabado fue la fragilidad y la tristeza de esas dos personas abandonadas a su suerte. No mires arriba cuenta una historia similar, pero exorciza el terror mediante un humor infantil un tanto alucinado. Desde el histerismo de los personajes siempre tenemos conciencia de que es una fantasía improbable.

De hecho, aún estaríamos a tiempo de ponernos en las mejores manos. Porque la película se cuida mucho de señalar a los enemigos de la humanidad: quienes se venden por un puñados de dólares y engañan al ciudadano. No hay una crítica real al poder político, económico o científico, sino que se particulariza en unas u otras personas que están dentro de esos estamentos y que se han dejando seducir por intereses personales de lucro y poder. La clase científica de las universidades públicas, esos esforzados hombres y mujeres que buscan la verdad, salen indemnes. Y aquí se reproduce el cliché del científico con problemas en sus relaciones sociales, pero que está entregado en cuerpo y alma al saber.

Podemos respirar aliviados, porque el mayor villano, Donal Trump ya ha sido expulsado del Olimpo del poder. Ese hombre de negocios que se presentó como salvador de la patria y que se alzó como el mayor negacionista del cambio climático (y, a ratos, de la epidemia de covid-19). En relación con esta idea, en 2018 Bruno Latour publica Dónde aterrizar y señala el papel de Trump cuando las grandes potencias mundiales empezaban aceptar el fin de la ilusión del progreso y se estaba filtrando el discurso sobre el cambio climático en los medios de comunicación. En contraste con este acercamiento al problema medioambiental, Trump mantenía una suerte de “delirio epistemológico” al negar de manera taxativa algo que sabía que estaba efectivamente sucediendo.

Lo que se explica en Dónde aterrizar es que “no mirar arriba”, impedir que se produzca el conocimiento de lo que está pasando en el mundo, inserta a las personas en el caos cognitivo. A partir de esa negación todo se invierte hasta la locura. Como indicaba Latour, “la negación no es una situación cómoda. Negar es mentir fríamente y luego olvidar que uno mintió (y, pese a todo, recordar siempre la mentira)2”. Desgraciadamente, al telefilme que estamos analizando le interesa muy poco este delirio y lo muestra como un elemento jocoso más. Está toscamente expuesto, sin hacer chocar a los personajes con lo real material de los hechos y, por supuesto, sin permitirles un momento de soledad o intimidad para descubrir los entresijos de esa estrategia epistemológica. En definitiva, la negación de la presidenta y su cohorte tiene como origen las mezquindades humanas más ramplonas.

No debe sorprendernos el éxito de un título que pretende ser político y cuyo desenlace es tan pesimista. La epidemia de covid-19 no nos ha vuelto ni mejores ni peores, pero sí que ha alterado nuestra forma de estar en el mundo. Si en 2011 Lauren Berlant utilizaba el concepto de impasse para referirse a una temporalidad titubeante y suspendida, hoy podríamos decir que esta vivencia se ha agudizado. Berlant concebía esta percepción temporal como la de una conciencia dispersa y, en aparente contradicción, hipervigilante. Nos encontramos en un “tiempo de vacilación”, como si el tiempo se estirara a la espera de algún acontecimiento que transforme profundamente nuestro mundo. Y ahí estamos, sin tener ni idea de lo que hacer, a la espera, paralizados y asustados. Nos dice Berlant que “nos movemos con la sensación de que el mundo se ha vuelto, a un mismo tiempo, intensamente presente e intensamente enigmático3”. Sin embargo, en el momento en el que parece que todo se derrumba, el ser humano no es capaz de concebir con nitidez ninguna alternativa más que la resignación y la adaptación a cualquier cosa que suceda.

Por eso, permanecer en el impasse es un engaño, no hay forma de mantenerse a la espera, solo se trata de un refugio temporal en el que tratamos de desligarnos de cualquier responsabilidad. Esa renuncia a la autonomía se basa no sólo en las ruinas del progreso a la que hacíamos referencia al inicio, sino también en la sustitución de la responsabilidad por la culpa. Los no-héroes de nuestro telefilme son un buen ejemplo de esa sensación de culpabilidad: son sus pequeñas imperfecciones las que les impiden alcanzar el grado suficiente de eficiencia. El problema es que ella es una jovencita idealista, pero emocionalmente inestable y con una tendencia a la evasión psicotrópica. Mientras que él es un empollón provinciano que cae rápidamente en las trampas de la seducción femenina. Ni siquiera hay un juicio moral a la actitud infantil de ambos, porque ellos son exactamente iguales que nosotros: frágiles, volátiles y comodones. Así que todo su interés es delegar la responsabilidad, la deliberación y la acción. Solo llevan las malas noticias. En definitiva, es el propio ser humano el que no está a la altura de la situación.

Entonces, ¿nos merecemos el exterminio? Y aquí es donde la historia entra en una versión mainstream del nihilismo autodestructivo. En esta ocasión no es un espectáculo cruel en el que unos personajes desheredados se van matando unos a otros, como en el Juego del calamar. Aquí el relato del apocalipsis se consuma en un acto verdaderamente extraordinario que coloca al ser humano a la altura del mito infantil de los dinosaurios. Una desaparición brutal dista mucho de la muerte lenta y casi imperceptible a la que realmente nos acercamos. Pero todo en tono de fantasía, claro.

En cualquier caso, se abre la posibilidad cada vez más creíble de una Tierra y un universo sin nosotros. Quizás la humanidad esté realmente sobrevalorada, tal y como afirmaba el joven finés Pekka-Eric Auvinen justo antes de asesinar a ocho personas en su instituto en el año 20074. Evidentemente, no es lo mismo poner en cuestión lo humano y nuestra forma de vida que caer en la misantropía cínica y homicida. Sin embargo, pensar en que lo mejor que le puede pasar al planeta es nuestra desaparición sólo ahonda en la angustia y el sentimiento de haber sido abandonados a nuestra suerte. La fantasía de un universo frío que existiría al margen de nuestras mezquindades no alienta a la acción transformadora, ni consuela del malestar cotidiano.

Aun así y por muy urgente que sea la tarea de hacernos cargo de la Tierra como único lugar posible de nuestra existencia, la película consigue sortear la angustia porque no hay que tomársela en serio. Solo se parece un poco a nuestra realidad y, además, es un simple entretenimiento. Una parodia bufonesca que despierta risas de complicidad. Y, dentro de la caricatura, la presencia de varias mujeres no quiere decir que se hayan superado los estereotipos hollywoodienses más rancios: la jovencita encuentra el amor, la periodista seduce al hombre blanco, la presidenta ofrece un puesto a su amante y la esposa perdona al infiel marido. Todo para mayor gloria de la familia, todo en el mismo orden de siempre. En No mires arriba no hay sátira política, como se podía encontrar en In the loop, ni el humor negrísimo e incómodo de un autor como Ruben Östlund. Tampoco hay distancia irónica en los protagonistas, porque ni siquiera son antihéroes, sino unos pringados que casualmente se topan con un descubrimiento que no saben compartir. Es tan poco lo que quieren, que no se puede hablar de gesta o tragedia que haya puesto patas arriba su mundo, que hayan tenido que enfrentarse a grandes peligros o que les haya cambiado existencialmente.

La empatía del espectador con los dos protagonistas proviene del reconocimiento de esa falsa esperanza que supone el impasse en el que nos encontramos estancados mientras el mundo se va derrumbando a nuestro alrededor. Esta suspensión del tiempo solo puede ser rota por un trauma. Es lo que imaginamos que sucederá. Tras ese choque se impondrá un estado de excepción que alterará el orden de lo cotidiano. El suceso traumático se marcará de manera indeleble en las conciencias transformando radicalmente nuestra forma de ser. Este relato no deja de ser otra fantasía más de ese optimismo cruel que analizó Berlant y que nos sirve para aferrarnos al sentido. Hasta el militante político más pesimista, hasta el nihilista más radical anhelan un trauma, un revulsivo, un motín o, incluso, una revolución detrás de la cual todo se venga abajo. El único miedo que sigue latiendo en el interior del inconsciente colectivo y que se ha entrevisto en los momentos de crisis económica de Argentina o Grecia, es que tras ese momento sobrevenga el caos. Como nos adoctrina el liberalismo, el hombre es un lobo para el hombre. De modo que ese caos podría despertar la violencia que anida en el lado oscuro del ser humano. Este modelo de destrucción ya estaba presente en la exitosa película del Joker para impregnar las conciencias y atemorizarlas ante cualquier cuestionamiento de los dispositivos capitalistas.

Cuando nos volvemos hacia nuestra realidad común, nos damos cuenta de que el trauma no se suele manifiestar de manera tan espectacular. No tenemos más que recordar el confinamiento para comprobar nuestra capacidad de adaptación a cualquier situación de crisis. Como señala Berlant, “tanto para la historia como para la conciencia, la crisis no constituye una excepción, sino un proceso inmerso en lo corriente que se despliega en relatos acerca de los modos de atravesar lo abrumador5”. Lo extraordinario que podría suceder en este mismo instante no es más que la “amplificación de algo que ya estaba en funcionamiento”. Por eso, lo más habitual es que tratemos de seguir manteniéndonos a flote aunque sea en un mundo cada día más doloroso. No es paradójico que tras días de trabajo rutinario y de horas delante de una pantalla se anhele una crisis. La vida se ha vuelto una experiencia anodina y el trauma supone un “acontecimiento que satura el presente”.

En ese momento nos sentiríamos vivos, nos miraríamos a los ojos y, como en la escena final de nuestra historia, descubriríamos el verdadero y sencillo amor que nos une a los demás y al mundo. Habría un “excedente de significación” que en No mires arriba está simbolizado con el gesto de cogerse de las manos y sentirse, por primera vez en su vida, cerca de Dios. Y no del Dios de una confesión religiosa determinada, sino el de una vivencia numinosa primigenia y auténtica. Porque se acude a Él con gratitud y amor, no con miedo y desesperación. Frente a una vida en la que no tenemos control de nada, el apocalipsis puede llegar como un regalo. Por eso, en el momento en el que reconocen su impotencia para convencer a la presidenta, los protagonistas renuncian a cualquier acto y se someten al orden de los dispositivos. Aunque no salga en la escena, estamos seguros de que pagaron religiosamente la última cena que compraron en el supermercado para poder deleitarse en familia con una selección de platos precocinados. Así, elaboran una despedida de la vida serena y dócil. Un final digno de una existencia sumergida en la mediocridad.


Notas:

1 AGAMBEN, Giorgio (2006), Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-textos, p. 222.

2 LATOUR, Bruno (2021). Dónde aterrizar. Cómo orientarse en política. Barcelona: Taurus editorial, p. 40.

3 BERLANT, Lauren (2020), El optimismo cruel. Buenos Aires: Caja negra, p. 24.

4 Este era el lema que lucía en su camiseta en el vídeo que grabó antes del ataque homicida y posterior suicidio.

5 BERLANT, Laurent (2020), El optimismo cruel, op. Cit., p. 33.

«OH, HIJOS ENFERMOS DEL MUNDO!»

Philip K. Dick y los androides que sueñan (Primera parte)

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Artículo de Diego Luis Sanromán


And it is his dreams which will transform him

from a mere machine into an authentic human.

Philip K. Dick

Gurú involuntario de la psicodelia, referente a su pesar de la contracultura californiana de los años sesenta, esquizofrénico y/o místico, filósofo gnóstico, loco y lisérgico, Philip K. Dick (1928-1982) fue uno de los autores más descollantes de la Nueva Ola de la ciencia ficción de la segunda mitad del siglo pasado. Su obra, sin embargo, ha trascendido al fin los estrechos límites del subgénero literario al que dedicó casi toda su existencia, algo por lo que siempre luchó pero nunca consiguió mientras estuvo vivo.  

En 1968 Dick entregaba a la imprenta una novela a la que, después de barajar varias otras opciones, daría el dilatado y desconcertante título de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Para entonces Dick ya había publicado decenas y decenas de relatos y de novelas y era un autor consagrado, al menos hasta el punto en el que podía considerarse consagrado un escritor de ciencia ficción en los Estados Unidos de la época [1]. El libro se adelantaba en algunos años a lo que después se conocería como ciberpunk y, como todos los suyos, constituía el soporte literario de las preocupaciones teológicas y existenciales que lo inquietaban en aquellas fechas. En este caso, se trataba de una trágica indagación sobre la esencia de lo humano. ¿Qué significa ser humano?, tal era la cuestión que se planteaba Dick en la novela. ¿No seremos acaso sino androides que sueñan?

El mundo del cine se interesó pronto por el texto, pero su plasmación en forma de película no llegaría hasta 1982, el año precisamente en el que el escritor moría de un ataque cardíaco sin haber aún cumplido los cincuenta y cuatro. Cuando Blade Runner se estrenó en salas, Dick ya no estaba allí para verlo. Ni tampoco para asistir a todo lo que vendría después: una veintena de películas, entre cortos, largometrajes y series de televisión, más o menos inspiradas, basadas en obras de su autoría, y el reconocimiento unánime de la película de Ridley Scott como una de las grandes obras maestras del cine de ciencia ficción de todos los tiempos. La aparición, en suma, de un mundo cada vez más philipdicksiano

Lo que el lector podrá encontrar a continuación es una reflexión sobre la novela de Dick que se sustenta en tres hitos diferenciados: las entrevistas que el escritor concedió en los últimos meses de su vida y que tienen precisamente como tema la adaptación cinematográfica de Sueñan los androides…; su conferencia para el Instituto de Arte Contemporáneo de Londres del año 1975, en la que desarrolla los elementos teóricos –científicos, teológicos y filosóficos- que sirvieron de base a su ficción de 1968; y por supuesto, la propia novela, que ocupa –como no podía ser de otro modo- la parte central y más extensa de este breve ensayo.

Philip goes to Hollywood

            “Tendrían que matarme y atarme al asiento de mi coche con un sonrisa pintada en la cara para hacer que me acercase a Hollywood”. Se ve que a Dick no le gustaba Hollywood, aunque también Hollywood tardó en encontrarle el gusto a Dick. Desde su punto de vista, Hollywood era Babilonia y sus habitantes viles comerciantes que, al igual que en la ciudad bíblica, se dedicaban al tráfico de perlas y marfil, pero sobre todo a la compraventa de almas humanas. Así que a Dick no le gustaba Hollywood, pero terminó por gustarle Blade Runner. Al final, a pesar de todo, tras mil y una vicisitudes. 

            Dick narró la pequeña odisea que condujo a sus ovejas eléctricas hasta el redil fílmico de Blade Runner en varias entrevistas realizadas a lo largo de 1981, cuando ya había leído tanto el guión original de la película como las versiones revisadas, pero sin haber visto todavía nada de lo filmado. En agosto de ese año le cuenta, por ejemplo, a James Van Hise cómo los primeros interesados en llevar al cine ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? fueron en realidad Martin Scorsese y Jay Cocks. A pesar de ser un autor que ya contaba con una extensa bibliografía y de haber sido laureado en 1963 con el premio Hugo, era la primera vez que las gentes del cine se acercaban a él. Pero Scorsese y Cocks eran demasiado jóvenes, demasiado inexpertos, y –lo que es más importante- seguramente no contaban con los recursos económicos necesarios, con lo que el proyecto quedó abortado antes de que llegara a ponerse en marcha.

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            Quien sí consiguió hacerse con los derechos de adaptación del libro fue el ex agente literario Herb Jaffe, quien dejó en manos de su hijo Robert [2] la elaboración del guión. En 1973 ya estaba lista la primera versión. Cuando Dick la recibió le pareció tan primitiva y burda que pensó que lo que le habían hecho llegar era un mero borrador y se ofreció para elaborar el guión de rodaje. Robert Jaffe se reunió con él y le confesó que se trataba del guión definitivo y que aquello era todo lo que había. “Le dije que era tan malo –recuerda el escritor- que me gustaría saber si quería que le diese una paliza allí mismo, en el aeropuerto, o prefería esperar a que llegáramos a mi apartamento” [3]. Jaffe había transformado su novela en una comedia, en una parodia al estilo de Superagente 86, y además se sorprendía de que el autor pudiera tomarse tan en serio su trabajo. Al fin y al cabo, no era más que un escritorzuelo de ciencia ficción un tanto flipado y con ínfulas de intelectual.

            Pero entonces llegó Hampton Fancher. Fancher era otro californiano –digamos- peculiar. Siendo aún adolescente había abandonado los estudios para largarse a España y convertirse en bailaor de flamenco bajo el seudónimo de Mario Montejo. Había regresado a los Estados Unidos a comienzos de la década de los sesenta y sido un poco de todo en el negocio del audiovisual, desde actor de televisión hasta cineasta underground. La novela de Dick cayó en sus manos de forma casual cuando Jaffe aún pugnaba por sacar adelante su proyecto y consideró que aquello podría ser el punto de partida de una buena película de ciencia ficción. En algún momento reconocería, sin embargo, que ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? no le había gustado demasiado, pero que le pareció un texto con posibilidades comerciales.

            En 1977 Herb Jaffe dejó el campo libre y un año después un equipo encabezado por Fancher y el actor Brian Kelly se hacía con los derechos de adaptación de la novela. En principio se pensó en Robert Mulligan como director y en Robert Mitchum como protagonista, interpretando el papel de Rick Deckard. Michael Deely, que acababa de terminar El cazador (The Deer Hunter, 1978) con Michael Cimino, tomaría las riendas de la producción, y para marzo de 1980 ya había conseguido de Fimlways Pictures una financiación de unos cinco millones de dólares. Como es sabido, Mulligan pronto sería sustituido por el cineasta británico Ridley Scott, que venía de cosechar un éxito notable con su película de terror intergaláctico Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979). A partir de ese momento, la tarea de Fancher consistiría básicamente en reescribir el guión de la película bajo las directrices de Scott. Entonces todavía se titulaba Dangerous Days.

            Tras su primera experiencia con los Jaffe, Dick sintió que se abría una brecha insalvable entre Hollywood y él. No quería saber nada de los peliculeros. En la entrevista con Van Hise llega a afirmar que ceder tu obra a la gente del cine es como “pagar por ver cómo violan a tu hija” [4]. Lo que desconocía es que Hollywood, por su parte, tampoco quería saber nada del escritor. Los días peligrosos discurrían sin que él se enterase. Nada sabía de la lucha de Fancher por transformar su libro en un producto cinematográfico viable, ni de los esfuerzos de Deely para conseguir el capital necesario para hacerlo realidad, ni de la implicación de Ridley Scott en el proyecto. De no ser por Herb Jaffe, que le telefoneó para darle la enhorabuena por la noticia que acaba de leer en un periódico hollywoodiense de negocios, nunca se habría enterado de lo que estaban maquinando a sus espaldas. Las cosas, pues, no empezaban bien. Y aún empeorarían cuando le hicieran llegar el guión de Fancher y se enterase de que Scott ni siquiera se había dignado leer la obra original [5].  

                     “Parece ser que Fancher tenía la sensación de que ni él ni su trabajo me parecían gran cosa –reconoce Dick-, y bien sabe Dios que es verdad: su guión no me parecía gran cosa” [6]. Desde su perspectiva no era más que era una torpe mezcla de Philip Marlowe y Las esposas de Stepford (The Stepford Wives, Bryan Forbes, 1975). Para colmo de males, Dick escribió un artículo sobre la ciencia-ficción cinematográfica para la SelectTV Guide en el que señalaba que había leído el guión de la película y que no era más que un estridente choque entre androides y humanos haciéndose mutuamente pedazos. Además criticaba duramente Alien, la anterior cinta de Ridley Scott, a la que consideraba una simple película de monstruos y naves espaciales en la que la falta de ideas nuevas se había suplido con un abrumante despliegue de efectos especiales. Tras leer las primeras versiones del guión, temía que algo semejante pudiera pasarle a ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?

            Y entonces llegó David Peoples. Aunque nacido en Middeltown, Connecticut, Peoples era un chico de Berkeley como Dick, y para más inri graduado en Literatura Inglesa por la prestigiosa universidad californiana. Ya había escrito cinco guiones antes de conseguir vender el primero. Impresionado por uno de esos guiones sin producir, Tony Scott se lo recomendó a su hermano Ridley, que estaba buscando un escritor de reemplazo para Hampton Fancher [7]. La opinión de Dick con respecto al guión cambió cuando David Peoples se incorporó al equipo artístico de la película y escribió una nueva versión. El nuevo libreto estaba en mucha mayor consonancia con el libro, tal vez porque Peoples lo había releído y lo había tenido en cuenta para llevar a cabo su revisión [8]. La historia, bien es cierto, no era la historia de las ovejas eléctricas, pero era “un argumento eficaz y coherente” –reconoce Dick-, lleno de sutilezas y matices, y con una gran carga dramática que no descuidaba las cuestiones de orden intelectual. “Es un guión muy maduro y sofisticado” [9]

            En lo que respecta a la cuestión de la fidelidad, Dick reconoce en su entrevista con Van Hise que el libro había sido transferido al lenguaje cinematográfico esencialmente intacto, y aquí la palabra clave es ese adverbio. No se trataba de una traducción escena por escena –argumentaba-, algo que no creía que pudiera hacerse. “Ni siquiera creo que sea deseable, por no hablar de que sea factible”. Sirviéndonos de una analogía que sin duda gustaría a Dick, podríamos decir que, en el proceso de adaptación cinematográfica de una obra literaria, se produce una suerte de transubstanciación que necesariamente tiene que afectar al material originario, y en esto Blade Runner no era ninguna excepción. “Debo admitir que en ciertos aspectos Peoples mejoró el libro, pero no quiero enfatizar demasiado este punto [Risas]. […] Cogieron un buen libro e hicieron un buen guión, y los dos se refuerzan mutuamente; ahora ya no se pelean entre ellos” [10]. En otro lugar, incluso llegaría a afirmar que el guión y la novela constituían las dos mitades de un mismo meta-artefacto, de forma que la película podía servir como una lente para comprender mejor su fuente originaria y al mismo tiempo como un espejo para estudiarnos mejor a nosotros mismos [11]

            Las inquietudes que habían impulsado a Dick a escribir su novela y las que habían impelido a los guionistas en el momento de traducirla al lenguaje audiovisual coincidían en lo esencial. Pero ¿qué es lo esencial? De nuevo en su entrevista con Van Hise, Dick recuerda que en el origen de la novela se encontraban sus investigaciones sobre los nazis para escribir El hombre en el castillo, pero también y sobre todo la fuerte impresión que le había causado la lectura a finales de la década de los cuarenta del diario de un miembro de las SS alemanas. En él había una frase que no había conseguido quitarse de la cabeza: “Los llantos de los niños que se mueren de hambre no nos dejan dormir”. “Fue entonces, en los cuarenta –aclara Dick-, cuando nació en mí la idea de que hay una bifurcación dentro de nuestra especie, una dicotomía entre lo verdaderamente humano y aquello que imita lo verdaderamente humano, y cuando vi esas fotos de Rutger Hauer pensé: “¡Cielo santo, aquí lo tenemos de nuevo!” [12]. Eso que tiene apariencia humana pero no lo es, que nos engaña cruelmente sobre su auténtica naturaleza, es para Dick el androide. O el replicante, en la acertada traslación de Peoples. 

First British Edition

            Ciertos elementos básicos del libro habían desaparecido. Por ejemplo –recuerda Dick-, se había eliminado el simbolismo del animal vivo frente al animal artificial, pero los dos temas fundamentales e interconectados de la novela seguían presentes. El primero de esos temas es la esencia de lo humano y cómo podemos distinguir a ese ser humano esencial de lo que simplemente se hace pasar por humano. El segundo es un tema eminentemente trágico que podría formularse de la siguiente manera: si luchas contra el mal, acabarás convirtiéndote en el mal, y esta es una maldición ineludible. Para retirar a los androides/replicantes, Deckard debe deshumanizarse y embrutecerse –o mejor, cosificarse-, y sin remedio este proceso lo acerca cada vez más a sus enemigos seudohumanos. El gran mérito de Peoples consistiría en haber enfatizado el hecho de que también existe una evolución en sentido inverso en el caso de los replicantes. “Así que ahora tenemos a Deckard que se deshumaniza cada vez más y a los replicantes que cada vez se hacen más humanos, y al final se encuentran y la diferencia desaparece. Pero esta fusión de Deckard y los replicantes es una tragedia”[13]. Esta tragedia seguiría interesando a lo largo de los años a Dick, que le dedicaría sendas conferencias en la primera mitad de la década de los setenta. De la última de ellas hablaremos un poco más adelante.

(Continuará)


[1] A este respecto, resulta muy interesante lo que Dick dijo en una entrevista concedida en 1977 en la ciudad francesa de Metz. El vídeo completo está disponible en Youtube: https://www.youtube.com/watch?v=KGyhT5nVsEU [Cit. 08/01/2017].

[2] Ambos llevarían poco después al cine la novela de Dean Koontz Demon Seed  (Engendro mecánico, Donald Cammell, 1977), otra historia de horribles hibridaciones entre lo humano y las máquinas inteligentes.

[3] Philip K. Dick. The Last Interview and Other Conversations, Edited and with an introduction by David Streitfeld, p. 87. Melville House Publishing, New York, 2015.

[4] Loc. Cit., p. 89.

[5] Philip K. Dick on Blade Runner: “They Did Sight Stimulation On My Brain”, Gregg Rickman, p. 105. Texto incluido en Retrofitting Blade Runner: Issues in Ridley Scott’s Blade Runner and Phillip K. Dick’s Do Androids Dream of Electric Sheep?, Judith B. Kerman (Ed.), The Universtiy of Wisconsin Press, Madison, 1997.

[6] Philip K. Dick. The Last Interview and Other Conversations, p. 89.

[7] Blade Runner, Miguel Ángel Prieto, p. 53. T&B Editores, Madrid, 2008.

[8] Algo que, sin embargo, desmentiría el propio Peoples en alguna entrevista. En realidad se había limitado a revisar el guión de Fancher siguiendo las indicaciones de Scott. Cf. Philip K. Dick on Blade Runner: “They Did Sight Stimulation On My Brain”, p. 106.

[9] Philip K. Dick. The Last Interview and Other Conversations, p. 91.

[10] Ib., p. 93.

[11] “There’s Some of Me In You”: Blade Runner and the Adaptation of Science Fiction Literature into Film, Brooks Landon, p. 92. Texto incluido en Retrofitting Blade Runner: Issues in Ridley Scott’s Blade Runner and Phillip K. Dick’s Do Androids Dream of Electric Sheep?, Judith B. Kerman (Ed.), The Universtiy of Wisconsin Press, Madison, 1997.

[12] Ib., p. 96.

[13] Ib., p. 99.

LA VIDA REAL ES UN VODEVIL INSTAGRAMEABLE

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Por Andrea Valverde Martínez


Mil seiscientas personas aguardan en sus asientos. Aunque embriagadas de cerveza, están sedientas de comedia, de cultura y de feminismo. Sale al escenario su musa. La ovación empieza a gestarse ante un sujeto que abre una de las dos latas de cerveza que lleva como único attrezzo, sonríe y, sin mediar palabra, empieza a bebérsela. Se crea en el escenario una figura que sólo hubiera sido creada por el mismísimo Gian Lorenzo Bernini. Esta gloriosa representación funciona como metáfora conceptual y antesala de su elaborado soliloquio. Este show, que tuvo lugar en el teatro de la Axerquía (Córdoba) el jueves dieciséis de septiembre, sirve de ejemplo para estudiar cómo es esta nueva forma de comedia, desvirtuada ya de su significado clásico. Comedia volatilizada entre el narcisismo colectivo de una sociedad que, lejos del voyeurismo, acude al monólogo con el afán de tener su frase gritada cuando se le formula una pregunta a la masa de la que pretende individualizarse. Hablamos del monólogo, comicidad de la palabra y del tono.

Este arte de generar risa es capaz de llenar teatros, completar su aforo y, como colofón, proporcionar el referente posmoderno de individuo contemporáneo. Vayan al teatro. Vayan, y lleven consigo su inteligencia pura, si no quieren verse reflejados y acabar legitimando una realidad exagerada, escatológica y burda. Este último es un recurso no poco utilizado, desde Molière a Labiche, y que, en el espectáculo del que hablamos, es acompañado por el relato de una situación en tono serio, siendo ésta menos ridícula que banal. Estos, y el resto de procedimientos que crean efectos risibles, ya fueron descritos en el estudio de la comicidad realizado por el filósofo francés más influyente del siglo XX, Henri Bergson (1859-1941). Bajo este enfoque, podemos servirnos de la función de la risa bergsoniana y compararla con la que subyace del análisis del afamado monólogo de Martita de Graná, con el fin de entender cómo es la comicidad contemporánea, desde qué elementos se construye y cuál es su fin.

Para comprender la comicidad, Bergson buscaba responder a la pregunta “¿qué significa la risa?” ¿Dónde la buscamos, si no es en lo humano? Sus costumbres, sus comportamientos socialmente aceptados, estereotipos y prejuicios, etc. Para reírnos, necesitamos ser insensibles al objeto cómico. No soltamos una carcajada sobre una persona que nos inspira piedad y compasión, sino que lo hacemos cuando asistimos a la vida como espectadores indiferentes, de forma que los dramas devienen comedias. Ello no ha cambiado en la comedia actual. Como decía Bergson, “la comicidad exige algo así como una anestesia momentánea del corazón”, dirigiéndose a la inteligencia pura. De la interacción entre inteligencias, del eco intelectual, surge la risa como fenómeno social. Es decir, la función de ésta es la de ser un correctivo, corrigiendo las distracciones particulares, los mecanismos que restan vitalidad al alma y le imponen la rigidez propia de la materialidad. El ejemplo más sencillo se da cuando una persona se tropieza por estar distraído. La risa que nos produce como espectadores es que la causa de la caída ha sido una rigidez de su cuerpo, que no le ha permitido adaptarse a la situación de la vida real. El efecto cómico reside en la percepción de un mecanicismo a nivel de forma, de palabra o de carácter. Se podría decir que la vida real, costumbrista y estandarizada, es un vodevil. La ley que define las situaciones de esta comedia ligera afirma que: “es cómica toda disposición de actos y acontecimientos que nos proporciona, insertas una en otra, la ilusión de la vida y la nítida sensación de una disposición mecánica”. Y es que la representación risible de situaciones cotidianas genera un efecto de realidad en el espectador, que es atraído en su narcisismo a una situación que le resulta familiar y de la que es protagonista en la vida real. En este plano situamos entonces el show de monólogo actual.

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Para la elaboración de la comicidad inherente a un género dramático como el vodevil, Bergson hablaba del ingenio, en la manera de ver las cosas sub specie theatri, acercándose a la comedia desde su naturaleza de arte dramático. La persona ingeniosa tiene la aptitud para esbozar con discreción escenas de comedia, con tanta ligereza y rapidez, que todo ha terminado ya cuando empezamos a darnos cuenta. Tal sería una aspiración de la comedia contemporánea, y quizá el ejemplo que estamos analizando sea la excepción. Un gesto tiene el protagonismo desde el inicio de la escena: la carcajada de la monologuista, que surge automáticamente tras cada pregunta lanzada al aire. Mecanísticamente, la carcajada que ella produce se extiende entre la multitud, que la imita en perfecta simetría; simetría derivada de la risa que produce verse reflejado por escenas escatológicas que en su momento nos produjeron vergüenza, y que ahora nos convencen de que ésta es compartida. Hilaridad excepcionalmente fácil de conseguir, y tan simple que no llega a plantearse un acercamiento al ingenio. Pues la risa deriva de la risa. En esta dinámica subyace un mecanismo de repetición montado por la idea de que la risa debe ser la fantasía cómica: ríanse conmigo y así se reirán de ustedes mismos (pues la risa procede del reflejo entre la anécdota de Martita de Graná y las situaciones de cada espectador).

La risa se propaga, aumentándose a sí misma y generando un cambio en la situación del teatro, esto es, el aplauso de un público entregado al reflejo de cotidianidad exagerada. Yendo un poco más lejos, el hecho de que la carcajada de la monologuista sea la causa de la risa del público, sugiere una necesidad de inmediatez para recibir su aplauso. Esta ansiada y ovacionada atención sobre sí misma hace que la instagramer no espere a que el arte del ingenio acompañe su texto. Ella opta por detenerlo, creando un silencio que rompe al instante con una carcajada (tan elaborada como el guión del espectáculo). Se acaba de revelar un hecho: en esta comedia contemporánea se prescinde del ingenio para “hacer comedia”, reduciendo ésta a conseguir “hacer risa”; una risa creada por un sujeto hacia sí, que sirve de reflejo de los espectadores, que son incapaces de discernir sobre qué situación les resulta risible, si la planteada en el show o la suya propia. La lógica de la imaginación se ha impuesto a la lógica de la razón, ya que lo grotesco y vulgar de cada imagen que nos es dada no corresponde con la realidad, sino con una subjetividad adulterada para el espectáculo, acompasada con silencios alternados entre saturaciones de micro.

Vamos a analizar entonces qué produce esa risa. ¿Cuál es el contenido de su discurso? Este asunto no es demasiado interesante, pues se focaliza en las extrañezas propias de nuestro siglo: las costumbres, estereotipos, modelos y roles. En definitiva, son simetrías de situaciones cotidianas, vergonzosas en su mayoría. Bergson señalaba que el vodevil contemporáneo recurre al uso del procedimiento de la repetición. Este consiste en la reiteración de una palabra, de una frase o de una situación. Los acontecimientos o desventuras (cómicas) que se corresponden simétricamente generan los efectos risibles. Qué mejor objeto que produce simetría entre objetos ( o sujetos) que un espejo. Martita actuaría como uno. Esa cualidad le ha sido construida y adjudicada socialmente (virtualmente, pues su fama procede de Instagram). La comicidad latente se revela gracias a una ingeniosa muletilla: “¿a que [la anécdota] os ha pasao, chochos?”, o su derivada: “¿a que no soy la única, chochos?”. Con tales ejemplos no deben sorprender los recursos empleados para la forma de contar las anécdotas que componen su monólogo. La elocuencia del discurso es proporcional al número de palabras malsonantes (“polla”, “olé mi coño moreno”, “mi coño”, “chocho”, etc.), e imitaciones primitivas en cada frase. No nos podemos olvidar de los silencios en los que el sorber de una lata de cerveza se adueña del micrófono, y deviene efecto que produce la risa del público.

Ante una función de la risa entendida como le rire pour le rire, una comicidad surgida de la repetición y la simetría entre situaciones cotidianas cómica-espectadores, y una carcajada de la monologuista como efecto cómico en sí, se evidencia la falta de arte, de ingenio y de cultura a la hora de elaborar el espectáculo cómico contemporáneo. Paradójicamente, el discurso insiste en lo contrario, esto es, en la ovación al arte, a la cultura, y a la vida. Esto sí es un efecto risible inesperado por la instagramer. Su narcisismo, legitimado por las redes sociales, ha construido un monólogo en el que la forma del discurso conforma un espectáculo sin aspiraciones, sin carisma y sin gracia, que es contrario al objetivo que ella persigue: ser una figura, un referente, un espejo en el que reflejar el alma de la cotidianidad. Ello sí es cómico. Al principio del ensayo pensábamos estar en contra de la teoría de la comicidad bergsoniana, por la falta de arte y de inteligencia pura. No obstante, esa desarmonía entre forma y contenido (la motivación por erigirse como modelo cultural), refuta nuestra hipótesis inicial, produciéndonos un efecto cómico. Mi padre flipa se comporta como un espectáculo risible en sí mismo por la vulgaridad de los procedimientos que generan comicidad y por la carencia de ingenio. Cómo predecir que esta pieza dramática iba a tener estructura circular, esto es, que iba a terminar en el mismo punto en el que se inició: con un buen trago del néctar de esta posmodernidad, la cerveza de lata.

“Esto es hacer comedia”— concluye la de Graná. Y también será entonces una forma de la comicidad heredada de la vanagloriada “cultura de bares”.


Obra citada: Bergson, Henri (1924 ), Le Rire: Essai sur la signification du comique, Paris, Éditions Alcan.

ANDRÉ LÉO. Del socialismo utópico a la Comuna de París

Ana Muiña.


Maquetación 1


Reseña de Álvaro Castro Sánchez.

El presente libro dedicado a la vida y obra de Victoire Léodile Béra Belloteau, quien pasará a la historia con uno de sus múltiples pseudónimos, permite trazar una línea que va desde el auge del socialismo utópico, especialmente del fourierista, hasta La Comuna, con las revoluciones de 1848 y la I Internacional así como con gran parte de los debates teóricos, conflictos internos, vidas represaliadas y exiliadas que marcaron el siglo de las revoluciones. Todo ello a través del compromiso que André Leo mostró en cada uno de esos momentos. Nacida en 1824 en Lusignan, hizo del periodismo un arma de combate justo en el contexto de consolidación de este como ámbito profesional y en el que las mujeres jugaron un papel muy importante (cabe acordarse de George Sand o Caroline Rémy), tal y como por ejemplo pone de relieve el libro Las periodistas de La Fronde publicado por la misma editorial en 2018. De tal modo que escribió infinidad de intervenciones y artículos, de entre los cuales el libro recoge por primera vez en castellano el ensayo “¡Cortemos el cable!”, texto anti-clerical y de defensa del ateísmo que fue el último  escrito por su autora. Reunir una obra tan dispersa es ya un importante mérito a destacar.

Siguiendo la dinámica de otros trabajos editados por Ana Muiña (como los que ha dedicado a Rosa Luxemburgo o a Mina Loy), la obra, dentro del cuidado y belleza en la edición a los que nos ha acostumbrado la editorial de La Linterna Sorda, se abre con un amplio estudio a su cargo que repasa la biografía de André Leo a través de esa historia de la revolución que se refleja en su propia vida. Dentro del mismo, tiene una especial relevancia el papel del socialismo utópico, destacando el rescate para la historia de la Asociación falansteriana de Boussac, formada en torno a Pierre Leroux. Con atención muy especial a los acontecimientos de La Comuna como parte central del libro, se destaca el papel de la protagonista como escritora y agitadora, lo cual combinó desde un primer momento con la organización de los cuidados para la población parisina en armas durante el ataque a la revolución. Muchas de aquellas mujeres, organizadoras de la Unión de Mujeres para la Defensa de París, no dudaron en empuñar las armas llegado el caso, como Louise Michel, cuya figura ha eclipsado a otras en aquellos acontecimientos y que no dudó en formar parte del Batallón 61 a la hora de la lucha. Entre tales luchadoras destacaron las petroleras o incendiarias, por tirar prendas impregnadas o botellas llenas de líquidos inflamables desde las ventanas de los barrios obreros parisinos en la defensa de sus calles. A este relato se une el enorme trabajo gráfico del libro, que incluye un amplio conjunto de imágenes (a destacar las fotografías) inéditas o muy difíciles de hallar de esa “otra” Comuna de París que también revolucionó lo cotidiano y que pasó bastante desapercibida para la historia.

En tercer lugar, el libro incluye un breve ensayo de el principal conocedor de la obra de André Leo en España, Luis M. Sáenz, quien ya ha publicado otros textos y traducciones, bajo el título “André Leo siempre decía lo que pensaba”. Y en efecto. Acusó a Marx de “pontífice” y de autoritario, hasta que el alemán denunció ante la propia A.I.T. el periódico La Révolution Sociale que Leo dirigía por entonces y que estaba sustentado por la Alianza Socialista de Bakunin en Ginebra (que se convertiría en el vocero de la federación anarquista del Jura). Con el anarquista ruso no compartió su confianza en una revolución espontánea campesina, sin por ello despreciar el campo y lo que este podía enseñar a la revolución. Como señala su autor, André Leo fue una “mujer a la que ninguna corriente política puede reclamar como suya en exclusiva”. Es lo que tiene haber sido libre.

No cabe duda de que el acontecimiento de La Comuna de París, de la que este año se ha celebrado su 150 aniversario, fue la primera revolución de base proletaria y popular de la historia, aunque no tuvo tiempo de desarrollarse (y por tanto, no podemos saber en qué pudo acabar). Así lo entendieron muchos de sus protagonistas, la alianza que la aplastó y todos los intérpretes de la misma durante los años que le siguieron. Engels y Marx, destacando el título de este La guerra civil en Francia (1871)pusieron el acento en el antagonismo burguesía-proletariado, así como en el análisis de la traición del gobierno francés, en unos textos que fueron de gran importancia para las interpretaciones socialistas del poder político posteriores (especialmente, en Lenin). En un texto escrito en Le Révolté conmemorando su décimo aniversario, Kropotkin subrayó el carácter popular, espontáneo y “canalla” del movimiento, lo cual exasperó y lo volvió imperdonable para la burguesía. Por esos escritos pasaron desapercibidas las mujeres, quienes no tuvieron acceso a los comités dirigentes. No así ocurrió con una de las obras de referencia que describió al detalle las luchas de La Comuna, la Histoire de le Commune de 1871, publicada en Bruselas en 1876 por H. P. O. Lisagaray, que las vivió en primera fila y que situó a mujeres y también niños en el puesto que les correspondía en las barricadas, si bien tenía un carácter más histórico-descriptivo que interpretativo o conmemorativo.

Pero en general, si nos atenemos a la historia que la escribe y a las memorias que la recuerdan, la revolución parece cosa de hombres. No importa mucho si fueron las mujeres las que encabezaron la marcha del movimiento popular que desde París se encaminó a Versalles el 5 de octubre de 1789 para llevarse a las Tullerías a la familia real y a buena parte del gobierno. Tampoco, que la revolución de febrero de 1917 comenzara con manifestaciones encabezadas por ellas en Petrogrado pidiendo pan y el fin de la guerra. En ambas revoluciones pronto fueron apartadas de los puestos de poder a pesar de su importancia y su protagonismo. Posiblemente habría pasado lo mismo si La Comuna de París declarada el 18 de marzo de 1871 hubiera sobrevivido al ataque combinado de los ejércitos prusiano y del gobierno de Francia. Consciente de ello y al observar como se encontraban lejos de los puestos de responsabilidad, André Leo escribía el 8 de mayo: “Una vez más las mujeres no tienen nada que ganar en el futuro inmediato de esta revolución, porque el objetivo actual es la emancipación de los hombres y no de las mujeres”. La Comuna sería aplastada 20 días después, a lo que le siguió una sangrienta matanza, la deportación y para ella, un nuevo exilio.


Más información en: EDITORIAL LA LINTERNA SORDA

La fotografía supersticiosa

No se trataría de fotografiar elementos u objetos tópicamente asociados a la idea de superstición (espejos rotos, gatos negros), sino más bien de revelar mediante la imagen, aquellos elementos de la realidad que, sin ser supersticiosos por sí mismos, insinúan plausibles casos de superstición.

Bruno Jacobs / Javier Gálvez, (agosto de 2021)

Versión online de un cuaderno publicado por Ediciones La grieta.



Más información sobre La Grieta aquí

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CONTENIDO DEL LIBRO:


OL-002- PATRICK HOURIHAN . Dibujos automáticos / Automatic drawings. 10 euros + gastos de envío.

Libro de 60 páginas. Incluye una entrevista con Patrick Hourihan en castellano e inglés. Dibujos en blanco y negro.

La imaginación ha encontrado un enorme aliado en Patrick Hourihan. Sus dibujos, pinturas y cajas de objetos ensamblados son la puerta hacia un universo extraño y sorprendente (no tan lejano del nuestro como parece), donde lo animal, lo humano, lo vegetal y lo inorgánico han perdido sus límites para fundirse en una danza constante. En estas visiones, repletas de movimiento, misterio y sentido del humor, rigen leyes físicas diferentes a las ordinarias, quizás no muy lejanas a las del sueño. Este londinense, nacido en 1954, ha recuperado el pulso de la invención surrealista, en un momento en que parecía que todo estaba dicho.

Para más información y pedidos escríbenos al correo oxidolento(arroba)gmail.com

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CONTENIDO DEL LIBRO:

CONTENIDO DEL CD: Sentencia records Bandcamp



OL-001- GÉNESIS NEGRO. La leyenda olvidada de los hijos de Eva . Libro / CD. (Coedición con Sentencia Records) 12 euros + gastos de envío.

Génesis negro consta de un libro de 20 páginas con un texto de Alfonso Lebrón y dibujos de Antonio Ramírez / CD con música de Ricardo Jiménez.

Los Hijos de Eva es una olvidada secta gnóstica del siglo II. El descubrimiento de un artículo de Alfonso Lebrón publicado en 1988 en un número especial de la revista Ajoblanco dedicado a las corrientes teológicas más heterodoxas, supuso el germen de este proyecto consistente en aplicar el imaginario visual y sonoro propio sobre el universo de los Hijos de Eva, planteando el experimento de una forma totalmente libre y tomando el texto de Lebrón como punto de partida. Música y dibujos han surgido cada uno de manera independiente, pero rápidamente se complementaron. El resultado es Génesis negro, un libro que se puede escuchar, o un disco que se puede mirar.

Para más información y pedidos escríbenos al correo oxidolento(arroba)gmail.com


Neuromante. La pesadilla de la máquina.

Por María Santana


La novela Neuromante fue publicada en 1983 y es considerada un clásico dentro de la cultura ciberpunk. Su influencia es claramente reconocible en productos de entretenimiento de masas como la película Matrix, aunque también ha sido citada y analizada dentro de ámbitos más intelectuales como en el caso de los ensayistas que pertenecieron al grupo filosófico de la CCRU. El impacto de Neuromante es lo que acaba por motivar al lector cuando tiene que superar las dificultades en la lectura del libro, porque, en algunos momentos, William Gibson no lo pone nada fácil.

Podríamos dividir en dos los mayores obstáculos que pueden encontrarse en el texto: por un lado, las descripciones de la interacción de Case, su protagonista, con la matriz y, por el otro, la mezcla de personajes de carne y hueso con inteligencias artificiales o programas informáticos que se produce en la trama. La primera de las dificultades es fruto del esfuerzo de Gibson por anticiparse al desarrollo de lo que hoy conforma el ciberespacio y que en el libro da lugar a un vocabulario al que es complicado encontrar correspondencias claras. En este sentido, consideramos que Minotauro debería actualizar la edición y la traducción para conseguir que la lectura sea más cómoda. Con respecto a la complejidad de la trama, al principio es necesario dejarse llevar por la atmósfera caótica y turbia del libro para permitir que los diferentes elementos, las acciones y las apariciones de los personajes vayan encajando poco a poco. Antes que nada, el lector tiene que sintonizar con la hiperactividad confusa y angustiosa de Case mientras va comprendiendo las implicaciones de su labor al servicio del gran ordenador.

En los ensayos de Mark Fischer, Neuromante aparece como un retrato de la actualidad tan sólo levemente adelantado y oscurecido. Para él, su protagonista encarnaría fundamentalmente el cambio del paradigma laboral y productivo de la era cibernética. Por eso nos dice que “si el trabajador-preso es el protagonista de la disciplina, el deudor-adicto es el personaje del control. El capital ciberespacial funciona en el momento en que sus usuarios se vuelven adictos» [1]. En consecuencia, la nueva forma de trabajo utiliza el cuerpo y la mente no reduciendo al ser humano a un simple engranaje de la maquinaria productiva, sino apropiándose de él y consumiéndolo. Es la diferencia abismal que puede haber con un personaje como el de Arthur Seaton, el protagonista de la novela de Sillitoe Sábado por la noche y domingo por la mañana [2], y que encarna el modelo de producción capitalista fordista. Seaton aún puede planificar su trabajo a destajo por la mañana para poder escaquearse por la tarde y bromear con los compañeros. Y, de hecho, las tareas repetitivas a las que está obligado en la fábrica le parecen en cierto modo livianas o soportables, porque “las horas se deslizaban veloces cuando te ponías a pensar”. En el capitalismo productivo el cuerpo acababa por acompasarse al ritmo de la máquina y, al mismo tiempo, la mente podía divagar por ensoñaciones placenteras.

Se podría decir que en Neuromante se constata la descomposición de un sistema que ha deshumanizado al trabajador llegando a lo más profundo. El contraste con el joven Seaton es enorme. Éste se esforzaba en defender la propia identidad con su ropa de Teddy boy, su familia, su novia y su rabia contra la explotación. Pero Case ha renunciado a los rasgos identitarios más básicos: no tiene apellidos, ni familia, ni infancia. De ahí que sea tan fácil que el gran ordenador lo absorba en su seno como una matriz fría sustituyendo a la madre. Así se hace dueño absoluto del humano al obrar una alienación completa. La nueva forma de humillación del capitalismo digital se vuelve tan íntima como la de las prostitutas/muñecas lobotomizadas de la novela que solo pueden conectar con la realidad del mundo en el que se encuentran durante la breve fractura que supone la experiencia de un orgasmo pagado.

El planteamiento inicial que nos ofrece Gibson es el de una novela negra en la que Case podría haber encarnado el rol de un perdedor al uso: alcohólico, pendenciero, ambiguamente honrado, sin blanca y objeto de deseo de mujeres fatales. Sin embargo, nuestro anti-héroe ya no puede aspirar a ninguna clase de salvación. Case está completamente agotado y es incapaz de controlar sus debilidades narcóticas. Es más, cuando le “contratan” no le ofrecen un trabajillo con el que poder redimirse, sino una aventura suicida que le tienta en la medida del riesgo personal que supone. Nada más deseable que desaparecer tragado por el gran ordenador. Junto al protagonista en la historia van a aparecer una prostituta ingenua que es utilizada como carnaza, un exmilitar reconstruido artificialmente que cumple el papel de guardaespaldas sonado, una asesina implacable de pasado turbio y Wintermute, que es la inteligencia artificial que mueve a todos los personajes en su propio beneficio. Al margen de los estereotipos que cumplen los diferentes personajes, la trama es, tal y como describe Nick Land, “una confluencia de hilos narrativos dispersos, de los biótico y lo técnico y, más específicamente, de Wintermute y Neuromante (la IA) ((análoga policial y ciberespacial de Edipo)), cuya fusión, de acuerdo con el relato de la seguridad humana ultramoderna, convierte la matriz del ciberespacio en una sensibilidad personalizada» [3]. El horror invade a Case cada vez que Wintermute se muestra ante él con un rostro humano creando un espacio virtual con el que engaña completamente los sentidos. Entonces es cuando la diferencia entre lo aparente y lo real queda definitivamente rota imposibilitando cualquier punto de referencia o cualquier huida hacia el mundo. Ahora la matriz lo envuelve todo.

Case obedece las órdenes que recibe sumergido en una melancolía que le adormece y que le incapacita para sentir cualquier placer que no provenga de las anfetaminas. El único deseo que tiene es el de abandonar la voluntad, dejar de existir, perderse dentro del Otro. En esta dinámica de desafección corporal y existencial, Gibson plantea dos ejercicios de desaparición para Case. El primero de ellos es dentro del cuerpo de la guardaespaldas ninja que le protege y acompaña. En este sentido, las descripciones iniciales de la experiencia que supone estar en la carne de Molly resultan fascinantes para el propio lector: ver el mundo desde sus sofisticadas lentes, moverse en las tripas de los edificios y en los oscuros callejones de manera sigilosa, sentir el tacto del cuero en la piel,… El personaje de Trinity en la saga de Matrix no sería más que una copia rebajada de ella. Las modificaciones corporales letales que Molly se ha costeado nos dan la medida del mundo en el que ha tenido que sobrevivir y de la angustia aterradora que supone no poder controlar los implantes neuronales a los que obedece. No hay mayor desposesión que no ser dueño de los pensamientos que aparecen en la conciencia, ni de los deseos o los sueños. Desde el momento en el que se toma conciencia de ese control íntimo ya es imposible librearse de la sospecha de la propia mente.

La idea anterior enlaza con la segunda de las desposesiones que nos presenta Gibson que sería perderse dentro de la matriz. A pesar de lo inquietante y casi repugnante que puede parecer, el impulso que lleva a Case a conectarse durante horas al ciberespacio nos resulta ahora mismo muy familiar: “iría directamente al tablero sin molestarse en vestirse, y se conectaría. Estaba entrando. Estaba trabajando. Perdió la cuenta de los días”. Hoy, cualquier persona puede hacer lo mismo que Case: conectarse con su móvil desde la misma cama al despertarse y ponerse a “trabajar” antes de ir al baño. De la misma forma que Wintermute está usando a Case para sus propios intereses, las redes sociales y los correos electrónicos captan nuestra atención hasta hacernos olvidar el mundo que queda más allá de la pantalla.

Extasiado, olvidado de su cuerpo y de su misma existencia, Case bucea en la matriz, coloca virus que rompen defensas, manipula programas y asiste embelesado al desplegarse de ese universo digital paralelo. Mientras hace todo esto y para tenerlo bien sujeto, Wintermute se introduce en sus recuerdos y sus sueños convirtiéndolos en lo que Land describe como “una maraña espesa de micronarraciones que se deshilachaban como cables arruinados» [4]. Aquí se suceden los cielos grises, las playas de arena plateada, los contenedores abandonados, los colchones sin sábanas, el calor sofocante, la suciedad y el ruido, la compañía de chicas aletargadas por las drogas,… Ante este paisaje de postguerra, no puede extrañarnos que tenga tanta prisa por abandonar el mundo.

Siguiendo la lógica de un suicidio lento, casi todos los personajes que aparecen en la novela son adictos a diferentes sustancias y, de hecho, parte de su conducta depende directamente del síndrome de abstinencia que les empuja a comportamientos compulsivos y arriesgados. Con la misma violencia autodestructiva desfilan los miembros del grupo terrorista y nihilista de los Modernos exhibiendo sus alteraciones corporales repugnantes con las que se van alejando de la raza humana. En el fondo, la novela está recorrida por una pura la pulsión muerte. Da igual cómo se resuelva la historia, porque el lector sabe que no puede haber ningún final feliz. El dolor es ya tan grande que hay posibilidad de consuelo para ninguno de los protagonistas.

Matrix modernizaba el mito de la caverna con un héroe que tenía como misión nuestra liberación del yugo de la máquina, Neuromante nos coloca ante la insignificancia de los asuntos humanos frente a la grandiosidad de las inteligencias artificiales. Sin embargo, pese al desastre que nos consume, esa realidad cibernética de dimensiones completamente inhumanas no puede terminar con nuestro mundo porque, y esto es lo más hermoso del libro, “las cosas no han cambiado. Las cosas son cosas» [5]. El mundo en el que están los objetos y las personas sobrevivirá al margen, en la medida en que es ignorado por esa potencia infinita virtual que se ha liberado. La distancia ontológica que separa el mundo de la realidad virtual sigue siendo incomprensible en el fondo. El ciberespacio y la matriz no están hechos a escala humana, por tanto, nunca seremos capaces de aprehenderlos y no nos queda más alternativa que aceptar no sólo nuestra insuficiencia intelectual, sino la intromisión de la máquina en lo más íntimo de nuestra existencia.

La humillación de esta desproporción con respecto a las inteligencias artificiales es capaz de erosionar cualquier voluntad de emancipación frente al control cibernético. En la mitología ciberpunk, los intentos de acotar el desarrollo de las inteligencias artificiales son absurdos. Pues, como describe Land, “el clan Tessier-Ashpool agoniza entre incesto y asesinatos, pero sus estructuras neoedípicas de propiedad mantienen el encierro de Wintermute como una prolongación mórbida del dinasticismo humano» [6]. En la novela queda muy claro, las pistolas solo pueden destruir el terminal físico, pero no pueden impedir el despliegue del gran ordenador.

Nuestras pasiones y enredos no son más que los últimos entretenimientos antes de sucumbir devorados por el ciberespacio. Sí, aún tenemos querencia por el mundo de las cosas. Y, de hecho, buscamos descripciones de personas, objetos o espacios hasta en esta novela como una forma de anclarnos a un sentido, de comprender lo que nos está pasando. Todavía podemos imaginar y recrearnos como Case y Molly en esa “entrada en el mundo de 3Jane que no tenía puerta. Era una herida irregular, de cinco metros, en la pared del túnel, escalones desiguales que descendían en una curva amplia. Tenue luz azul, sombras que se movían, música» [7]. Sin embargo, cuando terminemos de descender por esa escalera nos encontraremos que ya no hay nada, solo ilusiones, proyecciones mentales, emociones en estado puro, descargas eléctricas en un cerebro sobre-estimulado…

No tiene sentido intentar resistirse, porque “más allá del ego, más allá de la personalidad, más allá de la conciencia, se movía» [8]. Eso que se mueve son las imágenes, las corrientes eléctricas, los implantes, los programas y los virus que van conectando nuestro cerebro a la gran máquina, que están alterando nuestro cuerpo y nuestras percepciones hasta conseguir hacernos suyos. La conclusión de Neuromante es sórdida y pesimista. Es un relato sobre la impotencia humana que no arranca de la simple derrota, sino de algo más profundo: de la ausencia de deseo de otra vida que no se alcanza ni a soñar.


Notas:

[1] FISCHER, MARK (2018), Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?. Buenos Aires: Editorial Caja negra, p. 54.

[2] SILLITOE, ALAN (2011), Sábado noche, domingo por la mañana. Madrid: Impedimenta.

[3] LAND, NICK (2019), Fanged Noumena Vol 1, 1988-2007, Nick Land. Barcelona: Holobionte, Pp. 215-216.

[4] Ibid., p. 217.

[5] GIBSON, WILLIAM (2020), Neuromante. Barcelona: Editorial Planeta, p. 316.

[6] LAND, NICK (2019), Fanged Noumena Vol 1, 1988-2007, Nick Land. Barcelona: Holobionte, P. 218.

[7] GIBSON, WILLIAM (2020), Neuromante. Barcelona: Editorial Planeta, p. 253.

[8] GIBSON, WILLIAM (2020), Neuromante. Barcelona: Editorial Planeta, p. 309.