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CONTENIDO DEL LIBRO:


OL. 003. HABITACIONES CERRADAS. Pits ilustrador.

48 páginas. Blanco y negro. 8 euros + gastos de envío.

La vivencia del arte debería ser capaz de extraer algo de sentido a todo este caos e inercia existencial que nos envuelve. Si la cultura moderna, tan descaradamente consumista, se ha construido en torno al entretenimiento hecho en serie y la huida de todo displacer, Pits forma parte de esa minoría de artistas que afortunadamente aún se resisten. Y eso, por si fuera poco, sin prescindir de un sentido de la belleza que, aun siendo cruel, se muestra siempre de forma meticulosa y exquisita, heredera de una larga tradición de orfebres de la trama y el claroscuro que han hecho del absurdo, del erotismo y de lo grotesco el vehículo de una poética de la lucidez.

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EL DIABLO TIENE EL ROSTRO DE METAL.

Philip K. Dick y los androides que sueñan (Tercera parte)


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Por Diego Luis Sanromán


En 1975 Dick recibió una invitación para dar una conferencia en el Instituto de Arte Contemporáneo de Londres. No pudo viajar por motivos de salud, pero sí enviar un texto al que daría el título de Man, Android and Machine y en el que desarrollaba temas que ya había tratado en otra ponencia en Vancouver tres años antes. Al comienzo de su disertación, Dick nos advierte de que en el universo existen cosas frías y feroces [fierce cold things] cuyo comportamiento hiela la sangre, “especialmente si imitan la conducta humana tan bien que tenemos la incómoda sensación de que tales cosas están intentado hacerse pasar por humanas, pero no lo son”. Es a esas cosas a las que Dick da el nombre de “máquinas” o, aun mejor, de “androides”. Porque el “androide” no es una máquina cualquiera. Es –continúa Dick- “una cosa generada para engañarnos de forma cruel, para inducirnos a pensar que es uno de nosotros”, del mismo modo –podríamos añadir- que la muñeca Olimpia lograba engañar al estudiante Nathanael en El hombre de arena de E.T.A. Hoffmann, un relato que –como es bien conocido- Freud convertiría en expresión privilegiada de su concepto de lo Unheimliche. Como Olimpia, el androide despierta en nosotros esa inquietante extrañeza que en ocasiones nos inspiran ciertos seres dotados de una aparente familiaridad. Cuando nos estrechan la mano, podemos presentir el tacto metálico de lo muerto, y su sonrisa –completa Dick- “tiene la frialdad de la tumba”. 

Puesto que dichas criaturas no se distinguen morfológicamente de nosotros, deberíamos tener en consideración diferencias que atañen no tanto a la “esencia” cuanto más bien a su forma de comportarse. Y de aquí podemos derivar que, en principio, no hay nada que imposibilite la aparición de una conducta o un comportamiento “humano” en un ser que no lo sea, bien por su apariencia anatómica, bien por su ascendencia genética o bien –por poner fin arbitrariamente a esta enumeración de posibilidades- por su composición físico-química. Dicho de otro modo, nada hay que impida pensar que el software humano sea compatible con hardwares de muy distinta condición y de muy distintas procedencias. Como señala el propio Dick, la modernidad tardía está atravesada por un doble movimiento de tendencias opuestas pero a la postre confluyentes: mientras lo vivo tiende hacia su reificación, lo mecánico por su parte avanza hacia una paulatina “vivificación”, algo que en último término supone la difuminación de la clásica distinción aristotélica entre lo natural y lo artificial. “Un día –pronostica Dick- contaremos con millones de entidades híbridas que tendrán un pie en cada uno de esos mundos”. Solo que en ese futuro poblado por biohumanos y por ciberhumanos –que tal vez sea ya nuestro presente, y que desde luego es el presente de Sueñan los androides… y de Blade Runner– aún persistirá la pregunta por el término que sucede a ambos prefijos: en resumidas cuentas, lo que permanece es el problema de a qué llamamos exactamente humano y qué criterios podemos utilizar para distinguirlo de su contrario. 

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El andar bípedo, las respuestas inteligentes o llevar el cráneo revestido con un rostro antropomorfo tal vez sean condiciones necesarias, pero jamás suficientes para reconocer la humanidad en los otros o incluso en nosotros mismos. Dick lo expresa con sencillez: como le ocurre a Rachel Rosen, a veces los mismos androides no saben que son androides. Y esto significa que podríamos cambiar el sujeto de la frase sin que ello afectase en modo alguno a su sentido último. “A veces nosotros mismos no sabemos que somos androides” es su equivalente exacto. Decir que las apariencias engañan y nos engañan es una simpleza, y tal vez también lo sea afirmar que lo que constituye la propia identidad, lo que hace humano al humano, no reside tanto en los individuos tomados uno a uno cuanto más bien en algo que está entre medias, en la relación y en la comunicación que se da entre ellos, pero ahí se encuentra la clave. Sostiene Dick: aquello que constituye una isla mental y moral no es un hombre. “Un ser humano sin la empatía o el sentimiento apropiados es lo mismo que un androide construido de tal forma que esté privado de ellos, bien sea a propósito o por error”. O a la inversa. 

La continuación de la conferencia es una magnífica muestra del erudito eclecticismo de Dick y al mismo tiempo una apretada síntesis de su cosmovisión durante este periodo. La idea central se resume precisamente en el viejo adagio de John Donne: “No man is an island”, pero aquí las ideas del poeta isabelino se vinculan sin violencia alguna con ciertas aportaciones fundamentales de neurocientíficos contemporáneos como Robert Ornstein y Jospeh Bogen. Por ejemplo, señala Dick, a partir de los trabajos de Ornstein podría pensarse que estamos dotados de dos cerebros completamente separados, “en lugar de tener un cerebro dividido en dos hemisferios bilateralmente iguales, y que aunque tengamos un solo cuerpo, poseemos en realidad dos mentes”. Lo que el psicoanálisis ha llamado “inconsciente” –continúa Dick- no es en absoluto inconsciente, sino otra conciencia que tendría su sede material en el cerebro derecho y con la que mantenemos una relación muy débil, y es justamente esta otra mente o conciencia la que nos sueña por la noche. Este punto resulta fundamental porque, desde el punto de vista de Dick, también los sueños, en cuanto vías de expresión del cerebro derecho, forman parte de lo que nos hace humanos. Lo cual nos conduce a una variante de la cuestión principal sobre la esencia de la humanidad con la que comenzábamos esta disquisición: ¿sueñan los androides con ovejas eléctricas? ¿Sueñan los blade runners con unicornios plateados? ¿Pueden implantarse los sueños? 

Lo interesante es que parece que las intuiciones más antiguas de ciertos filósofos y ciertos místicos han terminado por verse refrendadas por las investigaciones más osadas en el campo de las ciencias del cerebro. Heráclito, los gnósticos, Jung, Teilhard de Chardin, Bergson y las neurociencias contemporáneas serían distintas voces que en realidad estarían revelando una misma verdad esencial.  “Tengo la clara sensación –afirma Dick- de que Carl Jung estaba en lo cierto en lo que se refiere a nuestros inconscientes: que todos ellos forman una entidad única o, como él lo llama, un “inconsciente colectivo”. En tal caso, esta entidad cerebral colectiva, que estaría formada por billones de “emisoras”, transmitiendo y recibiendo a la vez, conformaría una vasta red de comunicación e información muy parecida al concepto teilhardiano de noosfera. […] Es otro estrato en nuestra atmósfera terrestre, compuesto por proyecciones holográficas e informativas sobre una Gestalt unificada y en continuo proceso, cuyas fuentes de alimentación serían nuestros complejos cerebros derechos. Se trata de una vasta Mente, inmanente a nosotros, de tal poder y sabiduría que llega a parecernos igual al Creador. Por otro lado, esta es precisamente la concepción que Bergson tiene de Dios”. 

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“Ningún hombre es una isla –afirmaba Donne en su Meditación XVII-; cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo”. Nuestras mentes son campos de energía que interactúan entre sí y no partículas discretas –traduce Dick-. Vivimos una época de deshielo -añade-. El velo de Maya se está descorriendo y empezamos a atisbar la claridad de estas verdades fundamentales. Hay que romper con el mecanicismo atomista propio del siglo XIX, base de esa terrible cosificación de la que debemos huir a toda costa, y entender que la interacción entre los billones de señales que emanan de nuestros cerebros da forma una y otra vez a los patrones de la noosfera. “No me parece imposible que esta vasta y plasmática noosfera, considerando que recubre todo nuestro planeta con un velo o una capa, pueda interactuar con campos de energía del sistema solar y, desde ahí, con campos cósmicos”. El razonamiento es sencillo una vez se acepta la premisa monopsiquista. Si solo existe un alma única supraindividual generada a partir de las emisiones continuas que parten de nuestros cerebros derechos, entonces nada impide pensar en la comunicación telepática. Admitamos que es posible la existencia de la ETI (Extraterrestrial Intelligence). Conclusión: si es posible la comunicación telepática y también lo es la existencia de inteligencia extraterrestre, nada ahí que impida pensar en la comunicación  telepática con formas de inteligencia extraterrestre.  

Con todo, no deberíamos dejarnos confundir por este galimatías con leve aroma New Age. En realidad, la conferencia de Londres no es sino una variación más de un tema al que Dick no dejará de darle vueltas tanto en su obra narrativa como en sus intervenciones públicas. Dick es un escritor de ciencia ficción profundamente religioso, que concibe la religión a la manera de Lactancio, como religatio. Para él, la verdadera comunicación es en realidad comunión mística y la caridad, la fundamental de las tres virtudes teologales. La fe y la esperanza son virtudes trascendentes, que en cierto modo apuntan al más allá y al futuro, algo que a Dick parece interesarle bastante menos que contactar con los otros aquí y ahora. Sentir a los otros y con los otros, poder ponerse en su lugar y sufrir lo que ellos sufren: eso es la caritas paulina. Dicho de otro modo: la empatía. O expresado en términos que los aficionados a la literatura pulp puedan comprender: la telepatía. 

CAPITAL FÓSIL. El auge del vapor y las raíces del calentamiento global.

Andreas Malm

(Capitán Swing, Madrid, 2020, 622 pp.)


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Reseña de Álvaro Castro Sánchez

“No habrá muchas cuestiones históricas que sigan siendo de interés si el nivel del mar sube dos metros; esta podría ser una de las pocas”.

Este libro supone una reflexión desde las premisas del ecologismo social y la teoría crítica materialista acerca de lo que se ha venido a llamar el Carbon lock-in, esto es, una realidad cimentada en las tecnologías cuya dependencia de los combustibles fósiles bloquea cualquier política efectiva contra el cambio climático. A esa obstrucción se le añade la dificultad de representarse la “violencia lenta” (Rob Nixon) que ejerce la emisión de carbono a la atmósfera, pues las emisiones son acumulativas y los efectos de las presentes se hacen notar décadas después, que es cuando se concretan en aumento de la temperatura y sus efectos sobre los ecosistemas. Por eso el autor se pregunta cómo esto se puede presentar en una narrativa que capte realmente la atención.

Basado en una tesis doctoral y armado con el cuerpo bibliográfico correspondiente, el grueso del libro presenta una rigurosa investigación histórica (acompañada de una muy pertinente y reflexiva revisión historiográfica) sobre la adopción del carbón como combustible fundamental en la Inglaterra de comienzos del siglo XIX. Para ello parte de una propuesta conceptual original de la que especialmente se ocupa en el cap. 3. Aquella indagación lo sería sobre la “economía fósil”, es decir, sobre un sistema económico montado sobre el consumo creciente de combustibles fósiles. El lugar elegido obviamente es Gran Bretaña porque fue la cuna de la Revolución Industrial, representando el 80% de las emisiones globales de CO2 en 1825 y del 62% en 1850 (p. 30). En aquel lugar y sus regiones dedicadas al textil es donde pone a juego su hipótesis: el vapor se adoptó más por una forma de poder y de dominación que por la simple búsqueda del beneficio económico, tesis que revuelve las visiones habituales de la Revolución Industrial, incluidas las más “críticas”.

Fue en Inglaterra y Escocia donde primeramente se abandonaron como fuentes de energía el sol, el viento y el agua, a las que el autor califica de “flujo”, por el “stock”, constituido por fuentes  procedentes de la solar pero fosilizadas con el tiempo, como el petróleo y el carbón. Y tal operación solo se puede entender desde la necesidad empresarial de domesticar una mano de obra rebelde (bien por su procedencia campesina, bien por su calidad de imprescindible, por su pericia, su conocimiento o su fuerza) y en creciente organización y articulación combativa. Por eso la investigación histórica arroja varios resultados que contradicen los relatos habituales. Uno es que los combustibles fósiles desplazaron a las energías tradicionales, fundamentalmente la hidráulica, porque eran más baratos (algo que serviría en la actualidad para buscarle ventajas a las llamadas energías renovables). Sin embargo, partiendo desde el momento de la invención de la máquina de vapor y su lento desplazamiento de la rueda hidráulica en la industria del algodón, Malm demuestra -mostrando la historia de empresas concretas- que al principio contó con poca aceptación y la queja sobre los costes tanto de la máquina como de los combustibles fue generalizada. 

Fue la industria algodonera la que operó la gran fase de acumulación de capital en un contexto de “energía protofósil” ya predispuesto a incrementar la demanda del carbón, por ejemplo por la necesidad de calentar los hogares de las ciudades en expansión. Pero la causa de su adopción no hay que buscarla en los cambios de ubicación de las industrias o el desarrollo de los transportes, sino en la creciente conflictividad campesina y obrera de las décadas de los años veinte hasta bien entrado los cuarenta. Dicho periodo comienza con el “crack del 25” y el “pánico” desatado por la mayor crisis financiera del siglo debida a la sobreproducción y culmina con la gran huelga general del sector textil impulsada por el Cartismo en 1842.

En 1824 el Parlamento británico había derogado las Combination Laws, que desde hacía veinticinco años venían prohibiendo las asociaciones obreras. La causa no hay que verla en alguna suerte de avance de la conciencia democrática, sino en el hecho de que habían fomentado la clandestinidad yla  radicalización del movimiento obrero, de modo que legalizando sociedades y sindicatos (apenas hubo debate parlamentario) se metía por cauces formales a una movilización que no obstante venía protestando fuertemente contra las mismas, especialmente los gremios de los mecánicos y tejedores. El efecto no fue el esperado y la crisis estructural del sistema económico vino acompañada del estallido de sucesivas insurrecciones obreras durante las décadas siguientes y fue en ese periodo (de 1825 a 1842) en el que se dio efectivamente el paso definitivo al vapor.

¿Por qué la automatización a pesar de que era más cara y renunciar igualmente a las ventajas del agua? La respuesta es sencilla: las máquinas no hacen huelga y mandan al paro a una cantidad ingente de mano de obra parte de ella imprescindible hasta entonces, lo que permitirá frenar o incluso disminuir salarios y disciplinar a los trabajadores. De ese modo, el sueldo de los hilanderos bajó a la mitad durante la década de 1840 al haberse convertido en trabajadores sustituibles (p. 119). Es por ello que las estrategias de supervivencia y resistencia, como el sabotaje (especialmente quitando los tapones de la caldera), no se hicieron esperar. En todo caso, los amplios análisis microhistóricos, por regiones, protagonistas o empresas, que realiza el libro pone de relieve que a aquella sencilla respuesta cabe añadir otras. Así, un problema para las empresas basadas en la energía hidráulica era que al tener que ubicarse a veces en lugares alejados de ciudades buscando corrientes de agua, no les era tarea fácil encontrar mano de obra, pues los habitantes de las aldeas (dueños de su tiempo y de sus medios) no se mostraban muy entusiasmados ante las condiciones que ofrecían. Era necesario subsanar el problema (p. 209) con la construcción de colonias fabriles (como la New Lanarck de Robert Owen) y en ese sentido, la fábrica hidráulica fue la que dio origen al régimen de la disciplina fabril a costa de grandes inversiones en el bienestar de los trabajadores y sus familias, lo cual no llegó a ser del todo rentable. Otro coste no esperado fue la paulatina eliminación del sistema de aprendices, es decir, de trabajadores menores no remunerados, por lo que habría que buscar mano de obra asalariada en las bolsas de precariedad urbanas. En dichas ciudades, el auge del telar mecánico destruía la comunidad de trabajadores independientes y creaba una tropa de trabajadores fabriles sumisos por el miedo al paro, algo de máxima importancia en años de una feroz lucha de clases. Así, mientras que en el periodo del “flujo” o energía hidráulica los manufactureros de las colonias mantenían relaciones personales a veces incluso paternales con sus trabajadores, no ocurría lo mismo en espacios de desarraigo, donde  estos se volvían piezas adyacentes de la maquinaria y cuyos nombres desconocían: eran mercancía.

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El libro también presta mucho espacio a la respuesta obrera en medio del fervor hacia el vapor, a cuyos milagros se le dedicaron odas y poemas, pero frente al cual también surgió toda una demonología que adelantó las grandes obras distópicas de la literatura del siglo siguiente, inspiradas en el imperio de la máquina y la extensión de la cosificación. Aquella respuesta fue brutal y la huelga textil de 1842, que Malm analiza con detalle, fue posiblemente la revuelta más importante del siglo en las islas. Condenadas por los cartistas, las máquinas tuvieron que ser protegidas por militares, que en episodios como el de Preston llegaron a disparar contra la turba y causar varios muertos. En ese sentido, otra revisión de los relatos habituales de la época es el que explica el Cartismo disociándolo de la protesta contra la máquina y la revuelta contra la economía fósil, rebajándolo a un movimiento de demanda de derechos políticos.

Sin ánimo de profundizar en más detalle e invitando a los lectores a hacerse con ellos a través de la riqueza del texto, sí hay que señalar que otro de sus méritos es el solvente cuestionamiento que realiza del exitoso relato del Antropoceno, que otorga a la especie homo sapiens la responsabilidad del cambio climático en tanto que agente geológico que ha transformado las condiciones de habitabilidad para las especies actuales en el sistema terrestre. El neologismo se debe al científico Paul Crutzen, premio Nobel que situó el comienzo de tal nueva era geológica en la invención de la máquina de vapor, como si la causa real – y que el relato antropocénico deja en oscuro- no fuera el hecho de que los fabricantes la adoptaran masivamente y se diera lugar a la “normalidad capitalista” (p. 57). Así, haciendo responsable a la especie, como si fuese parte de la naturaleza humana la búsqueda del mayor beneficio a costa del medio y las diferencias de emisiones entre regiones, clases sociales y géneros no existieran, se deja de lado el análisis de las condiciones sociales, económicas y políticas sobre las causas efectivas. De modo que al primar la perspectiva sobre algún rasgo universal de la especie, los seducidos por el término pueden acabar olvidando que hay actores y responsables concretos. En esa línea, en diferentes lugares del libro el autor desgrana los discursos de referencia que defienden el relato del Antropoceno y los somete a un análisis materialista que no pierde de vista la necesidad de una transformación real y no sólo terminológica del principal problema de nuestra historia. Centrado en el siglo XIX, Capital fósil dedica los últimos capítulos a la actualidad, destacando el capítulo 14 centrado en China y su conversión en el principal emisor de CO2 mundial tras la instauración del socialismo de mercado y la deslocalización empresarial occidental, así como una serie de consideraciones sobre las posibilidades de las energías renovables en los dos capítulos restantes. Ha sido durante el siglo XXI cuando las emisiones se han disparado a nivel planetario y se han triplicado en el caso chino, por lo que es muy probable un aumento de 4 grados de la temperatura del planeta hacia 2060. Tras un análisis en términos de economía marxista, Malm clarifica de qué modo el capital fósil ha seguido siendo el principal factor de acumulación de plusvalor mientras que insiste en destapar la ideología que no distingue entre clases o actores principales, pues por ejemplo no deja de ser el nivel de consumo occidental (ya globalizado como aspiración) un factor primordial. Finalmente, el capítulo 15 indaga los problemas de una supuesta vuelta al “flujo”, cifrada en las esperanzas ante las energías solar y eólica, cuya producción está creciendo de modo exponencial, por lo que se ha llegado a una especie de optimismo “casi utópico” (p. 579). Gigantes del petróleo, como BP o Shell, se rebautizaron y se apuntaron a un capitalismo verde movidos por los nuevos motivos de ganancia, aunque acabaron volviendo al petróleo o el gas a comienzos de la década del 2010 aquejados del poco beneficio debido al paulatino descenso de su precio. También ocurrió con el proyecto Desertec, que prevé alimentar Europa mediante una serie de megaplantas fotovoltaicas en desiertos saharianos o de Oriente medio y tendidos eléctricos submarinos. Dado que no se puede comerciar con la fuente y solo se pueden valorizar las tecnologías, cuesta mantener niveles aceptables de rentabilidad para una óptica que no deja de pensar en esta como lo más importante, así que según Malm la búsqueda del beneficio rápido e instantáneo propia de los grandes inversores aparta sus ojos de fuentes de energía que circulan gratis. Por ello la inversión en energía renovable se redujo un 23% entre 2011 y 2013 (en Europa un 44%) (p. 582). Por otra parte, el hecho de que no hay la misma energía eólica y solar en todas partes y no siempre está disponible, obligaría en caso de su extensión a reorganizar el espacio y tiempo humano en torno a núcleos o comunidades energéticas, lo cual también abre posibilidades de organización social diferentes. De hecho, es en la vuelta a las prácticas comunales a las que estuvo asociado el “flujo” en los tiempos pre-industriales donde Malm encuentra la única alternativa posible. Un proceso de adopción efectivo de energías renovables o sostenibles solo parece posible si se cambian las las relaciones de poder capitalistas, al menos para que se pueda evitar un precipicio que ya está a la vista. Habrá que ponerse en marcha pues como dice al final, “luchar desde una posición de derrota no es nada nuevo”.

FANALES PARA UNA CIVILIZACIÓN OTRA

Por Jesús García Rodríguez


EPISODIO 1: LENTITUD Y VELOCIDAD

Ha sido un día caluroso; ahora el atardecer deposita su frescura sobre los campos, sobre la tierra negra y morada, sobre las encinas y sobre los pinos. Las golondrinas y los vencejos describen sus parábolas hacia el valle en un cielo que comienza a adoptar un tono anaranjado allí donde el sol empieza a ponerse, entre los cerros. Las chicharras han concluido su sonata de verano, y algunos grillos, a lo lejos, comienzan a tomar el relevo. Se escucha aún el canto de algún papamoscas, y la falta de viento nos trae una gozosa  sensación de eternidad.

Ajenos al ser humano y a su destino, los animales y las plantas se adaptan al ritmo de su medio natural, acompasan su existencia a ese tiempo del ser como la rémora que se agarra al escualo para navegar por el océano. Existen en ese tiempo ancestral, cíclico, esférico, hondo como un abismo en espiral, de cuyo seno emana todo. Viven en la lentitud de las estaciones, en la fértil lentitud dictada por los giros de los planetas.

El crepúsculo comienza a irradiar su nácar rosado en lo alto de las lomas, por encima de las sucesivas líneas de verde: verde oscuro de jarales y piruétanos, verde oliva de carrascas y encinas, verde claro de los leñosos pinos. El aire parece cargado misteriosamente de vida. La mente parece encontrar entonces una quietud no buscada ni forzada, una quietud que parece emanar de la unión de la mente con las cosas mismas, con la verdad inmediata y palpable de lo que nos rodea: una quietud que cae sobre nosotros como una gozosa lluvia imprevista.

La mente humana necesita la quietud para funcionar de manera sana, para cumplir con su cometido de forma saludable. Pero la nuestra es una civilización que aborrece y proscribe la quietud, que aborrece y proscribe la lentitud. Una civilización de la velocidad que con cada década acelera cada vez más sus tiempos, sus ritmos. Una civilización que no permite que las mentes discurran en la quietud y en la lentitud del tiempo ancestral, sino que las obliga permanentemente a existir en el espasmo de la aceleración, incapaces de reposar en la calma del momento presente más de unas milésimas de segundo. Es una civilización de la velocidad porque es una civilización del futuro, del progreso, en la que el momento que todavía no ha llegado, en tanto portador de beneficio, es más valioso que el momento pasado o el presente, que se dan ya por amortizados, en la lógica rapaz y exterminadora de la creación de valor. 

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En esa distorsión monstruosa del tiempo que practica la civilización capitalista, el tiempo existe solo en tanto espacio donde producir valor, donde producir dinero, donde producir mercancía, donde producir beneficio. Time is money, el tiempo es dinero, significa ante todo speed is money, la velocidad es dinero: la velocidad se convierte en un valor añadido que aumenta el beneficio. Cuanto más rápido se produzca, se sirva, se distribuya o se venda algo, mejor. La velocidad se convierte con ello en un bien en sí mismo, traducible en valor tangible, neto. Vivir deprisa significa fundamentalmente consumir deprisa y desgastar la fuerza de trabajo deprisa: consumirse a sí mismo rápido para consumir lo que sea rápido (viajes, mercancías, drogas, servicios personales, experiencias). Es una ley invariable el hecho de que en el capitalismo se acaba siempre por aplicar al ser humano el mismo trato que se aplica a la mercancía; la rapidez máxima posible en el transporte de las mercancías, de la que se extrae un valor económico, deriva en la rapidez máxima posible en el transporte de seres humanos, bien como mano de obra (automóvil, metro, cercanías), bien como consumidor de mercancías de servicios en viajes, excursiones y traslados por ocio (aviones, trenes, autobuses). La máxima velocidad en el flujo y el movimiento  del capital (sea este cual sea) produce una fricción máxima, que de nuevo se traduce en creación de valor económico, del mismo modo que en física una fricción máxima produce un máximo de calor. Esto hace que no haya posibilidad de vuelta atrás, que la aceleración aumente permanentemente, exponencialmente, tendiendo al infinito: el flujo no puede frenarse, ni siquiera decelerarse. Se dirá: pero vivimos en un mundo finito, en una existencia finita. Pero el valor, la creación de valor no tiene existencia finita: es una pura idea, una operación matemática, la posibilidad de sumar siempre una cifra de beneficio más a algo. La civilización de la creación de valor es la civilización de la velocidad y la aceleración, y con ello la civilización del agotamiento y la exhaución (y extrema-unción) de lo finito. 

En tanto que la belleza es resultado de la contemplación, solo en la lentitud puede haber belleza, porque solo en la lentitud hay contemplación verdadera. Pero en la civilización capitalista no hay contemplación (que es antieconómica), sino visión (que crea valor en forma de espectáculo). Por eso mismo nuestra civilización de la velocidad es una civilización de la fealdad, una civilización por tanto de la confusión, del desorden, pues su velocidad, en tanto exceso, supone la ruptura o la detonación de toda proporción y de toda contemplación, y por tanto de toda belleza. La fealdad de nuestras ciudades, de nuestras calles, de nuestros barrios, de nuestras casas, de nuestros espíritus, es el resultado de esa aceleración agresiva y letal del valor en todos los ámbitos de la existencia: se producen cosas y acontecimientos solo para ver, no para contemplar.     

Solo una civilización que recupere la quietud y la lentitud de las mentes y de las cosas será capaz de recuperar la serenidad, la belleza y el orden (ese orden que significa ante todo armonía y equilibrio entre las partes). Para ello, naturalmente, solo cabe extirpar de raíz, como un tumor, ese deseo o ese mecanismo del incremento del valor. No existe otra salida. Cualquier otra opción no será más que dejarse arrastrar, de manera más o menos sonriente, por la aceleración homicida y omnicida de la creación de valor. 

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Sobre el pequeño valle cae la noche, cae un silencio reparador, salvífico. Aquí es el tiempo de la contemplación, el tiempo de la improducción, el tiempo ancestral que, a diferencia del tiempo del reloj, crea vida, crea orden y equilibrio. Se escuchan los primeros autillos, y alguna lechuza recorta ya su silueta sombría entre los robles. Las estrella empiezan a iluminar el cielo. 

No dejemos que nos roben el tiempo, el tiempo de los astros, o viviremos en la oscuridad de su cárcel para siempre.      

RON’S CREW

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Por Bruno Jacobs

Todo el mundo lo ha visto: Ron’s crew, o a veces simplemente Rons, o Ron; lo largo de nuestros
viajes en tren, por todas partes, en los alrededores de las estaciones. Pintadas por lo general con el mismo tipo de letras gordas, blandas y usualmente claras.
¿Pero quien es ese Ron, además, al aparecer, anglosajón?
Tampoco está Ron solo; su “tripulación” es obviamente importante, sino crucial. El internet no nos ayuda: sólo interpretaciones arbitrarias o divagaciones: absurda supuesta banda de narcos, o una abreviación de las palabras “Remember Our Names”. Pero aún así, ¿como recordar tales desconocidos?
Suena como una secta secreta con su oscuro líder. Pero una multitudinaria, de verdad imponente red, extremadamente extensa (aunque no parece figurar en otros países).
¿O sería Ron meramente un ente difuso, un aura despersonalizado? ¿O sólo un débil mito, una
decepcionante ficción? ¿Cual y en qué sentido entonces? ¿Existe, ha existido del todo Ron?
– Ron, ¿qué has hecho, qué has posiblemente promulgado, qué has ejemplificado o tal vez desvelado, que nos presagias? Ron, ¿qué representas, qué simbolizasé enigmática presencia en las sucias afuerasferroviarias?
– ¿Que quieres, Ron? ¿Tú y tu misteriosa “tripulación”? ¿O la seríamos nosotros en algún viaje alegórico? ¿A dónde, Ron?
Preguntas sin respuestas, excepto tal muda insistencia…


VISIONES DE CODY

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Por Patricia Terino

Visiones de Cody es probablemente la novela más experimental de Jack Kerouac, donde no solo relata sus experiencias de viaje, sexuales, familiares o las referidas al consumo de alcohol y drogas, sino que también constituye un reclamo o llamada de auxilio ante la desolación interna que sintió durante buena parte de su vida y que parecía aliviar tan solo a través de la literatura y el jazz.

La obra supone un tributo a Neal Cassady, venerado por Kerouac desde que se conocieron en 1946 a través de amigos comunes en los círculos literarios de la universidad de Columbia. Y esa relación, más allá de la propia amistad, como si de una suerte de vínculo vital ineludible entre ambos se tratase, perdurará hasta el fin de sus días, sobrevenido prematuramente en los dos escritores, con tan solo un año y medio transcurrido entre los fallecimientos de ambos, como si la interdependencia existencial entre los dos culminara de un modo épico y literario con la muerte de Cassady, arrastrando consigo, poco tiempo después a Kerouac.

HAY ALGO INTERESANTE en la capacidad de Cody para entristecernos a su mujer y a mí, también a sus amigos, como he podido observar; ¿será el mismo sadismo de su poderoso rostro al abrirse camino por las tormentas de una Montana planetaria?, y yo con él, encarando las inclemencias telúricas de un universo implacable sin otra opción que afrontarlas y capearlas con estoicismo, como osos y renos- No hay lugar para la ternura; no hay tristeza en la ternura. Cody está triste. Nos entristece”. [1]

La obra está articulada a través de una estructura irregular y vanguardista en muchos aspectos, donde explora distintos ritmos de narración, combinando estilos y géneros diferentes, pues la parte central de la novela está conformada como si de una pieza teatral se tratase, en la que se suceden en escena los distintos personajes, todos ellos trasuntos de los amigos de Kerouac, si bien es verdad que son Jack y Cody los que intervienen en todas las conversaciones y monólogos internos en los que se permiten divagar. Se trata, a mi juicio, de la parte más experimental e interesante de la obra, donde se descubren las verdaderas inquietudes de ambos personajes y se relatan con la excelente frescura y naturalidad que acostumbra a emplear Kerouac en sus textos, las experiencias cuasi místicas que comparten bajo los efectos de las drogas y su extrapolación a la metaliteratura que nos acompaña con frecuencia a lo largo de la novela.

Durante toda esta parte de la obra, los dos amigos escuchan grabaciones de conversaciones entre ambos a través de las cuales van evocando recuerdos y situaciones vividas con anterioridad, decidiendo al mismo tiempo cuáles de las mismas pueden ser empleadas en sus próximos libros, mientras que otras muchas ya se plasmaron en obras anteriores como En la carretera o en Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques, escrita junto a W. Burroughs. Al hilo de este último precisamente, nos relata, con total naturalidad en conversaciones de los trasuntos de Neal Cassidy y su esposa Carolyn, el incidente que acabó con la vida de la esposa de Burroughs, Joan, a manos de este en una de sus temerarias veladas jugando Guillermo Tell; o los acontecimientos sucedidos en torno al asesinato de David Kammerer por Lucien Carr, también integrantes del círculo literario que se gestó en torno a la incipiente generación beat, y cuyo relato se plasmó conjuntamente por Kerouac y Burroughs en la obra Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques[2], mencionada anteriormente; o las propias discusiones o malestar conyugal entre Neal y Carolyn Cassady, presenciado por Kerouac mientras vivió una temporada con ellos.

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Kerouac recrea en esta parte de la obra, las frases inacabadas en las conversaciones mantenidas con Cassidy (Cody), los titubeos, los gestos, impresiones o interpretaciones musicales, detalladas a través de las acotaciones que se suceden para plasmar de modo fidedigno la sucesión de escenas y situaciones vividas por los personajes, dando forma así, a través de estos retazos, a la obra en la que ha querido plasmar, no solo las experiencias vividas, sino también el halo de insatisfacción y pesar que parece acompañarle de forma constante, en una controversia permanente entre la inadaptación ante un mundo del que no se siente parte y por ello acelera su final en una huida precipitada hacia la muerte, y un afán incontenible de fama y reconocimiento, consciente desde sus primeros escritos, de que su obra representaría un punto de inflexión en la literatura, marcando la senda a seguir por las próximas generaciones, como él mismo reconocía en las cartas escritas a A. Ginsberg[3] o en La filosofía de la generación beat y otros escritos[4]  Y así fue, pues a pesar de su reticencia a las etiquetas y denominaciones, la generación beat cambió el rumbo de la literatura, instaurando un nuevo modo de escribir a través de un lenguaje directo, incisivo, sin adornos, tapujos ni reparos en trasmitir lo más despreciable de uno mismo.  Todo ello envuelto de un halo poético que no deja de estar presente a pesar de la vulgaridad, o más bien combinándolo con la misma, sin quedar reñidos sobre el texto. Y a través de estos recursos, repudiados por la crítica y la tradición en un primer momento, Kerouac se debate entre el rechazo ante una sociedad y un mundo miserables y la veneración hacia todo aquello que nos permite permanecer y sobrevivir en él.

En la novela aparecen, además de Neal Cassady, los principales componentes del grupo más que literario con el que se relacionaba Kerouac (A. Ginsberg, W. Burroughs, Joan Vollmer, L. Carr, Carolyn Cassady, entre otros/as), pues además de compartir inquietudes en este ámbito, conformaban también casi una hermandad entre ellos, donde especialmente A. Ginsberg velaba por el bienestar del grupo, acogiéndolos en su casa, ayudándoles económicamente o promocionando sus obras entre las distintas editoriales y contactos, como bien queda reflejado en la correspondencia publicada entre él y Kerouac, especialmente.

Referente sin duda de la esencia literaria de la generación beat, Visiones de Cody, a través de la propia mística del título de la obra, supone un viaje a ninguna parte, como experimentó el propio Kerouac, un camino a medio recorrer entre la frustración y la desidia de un mundo que ya no le pertenece, y el entusiasmo y fervor con el que la literatura y el jazz le hacen sobrevivir en él. Al menos mientras Neal (Cody) le acompañó.

Adiós, tú que viste caer el sol junto a las vías, a mi lado, sonriendo-

Adiós, Rey[5]


[1] Visiones de Cody, Ediciones Escalera, 2014.

[2] Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques, Anagrama, Barcelona, 2010. El manuscrito permaneció oculto durante más de sesenta años por requerimiento de Lucien Carr, quien pidió a Kerouac y Burroughs que no lo publicasen hasta después de su muerte, pues intentaba superar las penurias emocionales y existenciales a las que se vio arrastrado por los hechos que en dicha novela se relatan: el asesinato de D. Kammerer a manos de L. Carr.

[3] Cartas, Anagrama, Barcelona, 2012.

[4] La filosofía de la generación beat y otros escritos, Caja Negra, Buenos Aires, 2015, donde escribe sentencias como esta: “Me dan pena los que escupen a la Generación beat, el viento los disipará y los borrará de la historia”.

[5] Son las palabras con las que Kerouac pone fin a la obra.

HERMANAS

Fotografías de Bruno Jacobs – Poemas de Esther Peñas


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La sombra de la vagina dentada

La vagina es una sombra en la que duerme la historia contada a lomos de hormigas arteras trazando el confín que separe la yegua de los juncos. La vagina sobre la pared se excita en la sombra de un deseo que cubre la rugosidad y bebe las puntas de una guerrera. La vagina muerde y se deleita en la fronda proyectada (ella lo sabe, se cubre con su sombra, se desnuda en ella). Quien la mira siente el delirio. Si cierra los ojos, sube la fiebre. Se extienden los dedos hacia la sombra y habla el fuego:se abrenloslabiosde lava que discurre de las yemas a la boca. La amazona reposa y una sombra lavada en vagina, habla.


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La hermana del camino

La piel de cordero cubre la tierra, delimita la geografía de una venus apaleada en la que brotan las alas de los despojos, el vuelo de una larva (disfraz de caracol); sobre el terreno, la huella de la mujer pretérita, la que precedió a las mareas achicando la espuma de los barcos, segrega las formas del hallazgo cantando el sentido de los ojos que la miran. De su túnica borregada, un trazo tiembla para apuntar la grieta de la que emerge el pubis lanoso de la bestia, el pubis cardado del agotamiento, por testigos maleza, clavo, polvo, paja. De la aspereza de su tacto, un jardín de espliego, la cuajada de un pecho audaz.


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La hermana sin rostro

El cuerpo arqueado del ave (¿un ave? ¿acaso un símbolo persa, un versículo judío, un signo campesino, un bestiario encarnado en la pared del aliento del monstruo? ¿Un ave? ¿Un jeroglífico mudo? ¿Enigma de bestia, apero de labranza, hoz, aprendiz de guadaña a la intemperie?). El cuerpo arqueado como disposición flamígera de poniente, trazo acompasado de minotauro, urgencia, elegancia, distinción, cortesía de azar, belleza de gallo, esbeltez novicia, acaso coquetería en fuga de significados. El cuerpo. La herida en vuelo, el desgaste del asombro, suerte de banderillas, albero daltónico de aspaviento, ademán aristocrático en última instancia de párrafo, estirpe incomprendida de metáfora, caligrafía de gacela amada, luz, voz, haz. Ven.


ENTREVISTA CON DIANA CALABAZA CÓSMICA

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ÓXIDO LENTO: No te gusta considerarte una artista en el sentido que suele darse normalmente a esa palabra, pero es obvio que la creatividad es una parte esencial en tu vida. Haznos, por favor, un breve resumen de tu itinerario vital/creativo.


DIANA: Desde luego que la palabra artista tal como se entiende en el siglo XXI me da muchísima
pereza. Me siento más cómoda diciendo que hago cosas. Ese aspecto creativo es la manera en
que me planteo la vida, es como una superposición de mi mundo sobre el que ya existe, como
unas gafas 3D con una lente de papel cutre de cada color. Mi itinerario vital/creativo: pues mis
primeros recuerdos son de estar pintando las paredes de la casa con ceras blandas y pegando
pegatinas. A partir de ahí no he parado. Estudié en una escuela de arte el módulo equivocado,
trabajé muchos años en una imprenta, renegué de la vida y de la ciudad, me fui al campo, me
fue fatal, volví a la ciudad, estudié Historia del Arte, vino una pandemia, me fui al campo otra
vez, me fue peor aún, y ahora estoy estudiando un Máster a ver si ya lo arreglo. Mientras
tanto siempre tocando y pintando. Llamo pintar a toda la actividad creativa porque la palabra
es corta y no me meto en jardines multidisciplinares que apestan a kilómetros.


Has ido cambiando de alias o sobrenombres a lo largo del tiempo, según sea a lo que te
dediques: música, escritura, pintura, dibujos, objetos, etc… . ¿Existe algún tipo de nexo
para todas esas facetas creativas, o prefieres vivir cada una por separado?


Vivo todo ello junto, sin separar nada. No lo pienso mucho, pero es verdad que he tenido
bastantes nombres. Big Lie me duró un buen rato y al final quiso devorarme porque era un
cuadrado negro y ya sabes lo que pasa con los cuadrados negros, que miras dentro y te
enganchas. Lo de Calabaza Cósmica vino después de un sueño en el que me llamaba María del
Diablo. Ese día grabé la primera cinta de Calabaza Cósmica, que aún no se llamaba así, y pensé
que María del Diablo iba a ser demasiado tóxico para mi salud mental así que duró unas 10
horas, aunque hay una cinta incunable con ese nombre, y decidí que Calabaza Cósmica me
encantaba. Resulta, y me enteré al cabo de unos cuantos años, que Calabaza Cósmica es un
cuadro malísimo de Dalí. Un día en el programa Un, Dos, Tres, una pareja rechazó un regalo
sorpresa y acabó llevándose una Ruperta. La sorpresa era la Calabaza Cósmica, estarían
forrados de haber elegido el cuadro, pero no. Lo que son los caminos, ¿eh?
Que yo sepa no he solapado nombres aunque también me han llamado según el grupo en el
que estuviera tocando. Creo que seré Calabaza Cósmica un ratito más.

Centrémonos por un momento en la música. Has tocado en grupos y en proyectos en
solitario desde hace varios años. Cuéntanos un poco sobre ello.


Desde 1997 tocando en grupos. A partir de los dos miles ya empecé a hacer cosas que
merecían un poco la pena, siempre bajo mi punto de vista, claro, que una no quiere ir
agradando a nadie gratuitamente. Reznik era algo muy freak de lo que estoy muy orgullosa. Al principio éramos cuatro personas, pero Laura y Cristina se fueron (…) y nos quedamos Lolo y
yo como dúo mucho tiempo. Mientras tanto empezó Desguace Beni, que estuvimos 12 o 13
años tocando y han sido los mejores años del mundo. Entre medias surgió Hermanos Peláez,
misma formación de Desguace Beni. López Peláez, con añadidos. Emboscada, que sigue en
vigor y estamos muy vivos, justo este fin de semana hemos grabado un disco. Y Calabaza
Cósmica, que desde 2013 voy llevando de manera intermitente pero siempre estará ahí.


Para lo visual, trabajas con muy diferentes formatos y materiales muy diversos. ¿Según
sea el caso, cómo te condiciona esto en tu trabajo?


Me condiciona sobre todo el tiempo y el espacio. Nunca he tenido un estudio como tal en
condiciones y siempre pinto como puedo. Por eso nunca me he entregado a los formatos
grandes, de hecho funciono al contrario, pintando en muy pequeño, casi miniatura. Por cierto,
a estas alturas se habrá entendido que lo digital no va conmigo. Entonces, como decía, mis
espacios para pintar tienen otra función y no puedo permitirme el lujo de formatos grandes.
Tampoco me mata. El tiempo también es otro condicionante porque, salvo el año pasado que
fue involuntariamente sabático, siempre estoy dedicándome a otras cosas que están
socialmente aceptadas. Así que últimamente pinto de estrangis. Mantengo una exposición
activa en Madrid que he estado preparando durante unos meses y ahora me he arrojado al
cuaderno mientras llega el tiempo en que tenga tiempo. No me obsesiono, como decía antes,
lo voy a hacer siempre. Los materiales: pues procuro que sean reciclados. Pinto sobre naipes,
hago collages y poemas automáticos a partir de los libros -usados- que vacío para convertir en
joyeros. Las máscaras, aunque ya no hago porque es un follón, están hechas con papel de
periódicos y estructuras inútiles. Discos de vinilo, también, un soporte maravilloso. A veces me
encuentro tablas y claro, a pintarlas. Cuando encuentro marcos eso ya sí que es un premio
gordo porque en realidad me planteo las exposiciones cuando ya tengo muchos marcos, y los
restauro y hago tablas a medida para cada uno. Apenas uso lienzo, porque la tabla me remite
a la pintura primitiva y todo lo que implicaba antes de la aparición del lienzo. Bueno, también
implicaba talar bosques enteros. En este último año he pintado sobre ukeleles por aquello de
decorar objetos previamente funcionales, y la verdad es que me encanta.


Aunque cambiantes, en tus imágenes hay ciertos elementos, personajes y escenarios
recurrentes que sugieren un universo imaginario muy personal
.


Sí, es mi casa. Pero las casas están hechas de materiales que vienen de muchos lugares.

¿Hasta qué punto utilizas el método automático o prefieres tirar de ideas pensadas de
antemano?


Creo que he hecho tres bocetos en mi vida y han resultado en las peores pinturas. Recurro al
automatismo en el 95% de los casos. El 5% restante a lo mejor lo pienso un poquito pero
siempre a las bravas, ni siquiera dibujo a lápiz antes para luego borrar.

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El elemento onírico y mágico es muy evidente en tu obra, y aun así hay siempre una
conexión con lo natural, de hecho, tu última exposición se ha llamado Mitología rural.


Sí, pero Mitología rural es una conexión con el mundo natural no de la forma que se entiende
en el rural, que es muy distinto. Los pueblos son preciosos de lejos. Doy mucha importancia a
los sueños y a su lenguaje. Va por épocas y le pasará a todo el mundo, pero cuando engancho
una etapa de soñar clarito todas las noches es una maravilla. Aunque sean pesadillas, siempre
sirven para algo. Lo que surge por la noche son herramientas para el día y para la vida.


Como le ha ocurrido a otra mucha gente, el Tarot ha sido una importante fuente de
inspiración para tus imágenes. ¿Por qué crees que esta baraja resulta tan irresistiblemente
influyente?


El Tarot es un como un libro interminable. No soy especialmente experta en él, simplemente
cojo lo que me interesa. Tengo bastantes barajas diferentes y me encanta contemplar la visión
de cada autor/a en ellas para conocer todos los significados que pueden surgir. Estoy en el
proceso de interiorizar el Tarot como ente para poder hacer mi propia baraja, cuando todo sea
propicio.


Desde hace tiempo usas diferentes plataformas online para vender dibujos, pinturas y
diversos objetos (¡como esos maravillosos ukeleles pintados!). Sin lugar a dudas, internet
ha cambiado la forma en que se puede dar conocer a conocer la obra y ponerla a
disposición del público. ¿Para bien o para mal?


Empecé a vender hace veinte años en la calle, en el parque del Retiro. Algunas veces venía la
policía y me tenía que ir a casa. Vendía bastante, sobre todo a guiris. Luego, cuando internet
se generalizó la cosa cambió un poco y empecé a tener más “visibilidad”, ya me entiendes,
entre foros, blogs y Myspace parecía que se movía un poco más. Después, en mi primera huida
al campo me abrí una tienda Etsy -y una cuenta en el banco, que no tenía- que me ha durado
siete años. Aprendí bastante de esta experiencia porque para mí, pintar y crear es una
necesidad, así que lo voy a hacer siempre bajo cualquier circunstancia, pero a la hora de
sobrevivir de ello comencé a tener en cuenta el gusto de la gente, y no me refiero al estilo,
que es como nacer con una cara, sino a los soportes, al tipo de material sobre el que podía
perpetrar mis fechorías. Además, empecé a tener más conciencia de la reutilización y empecé
a teorizar sobre mis límites: que crear sea siempre un acto de devolver la utilidad a lo que ya
existe. Y procuro aplicarlo, aunque no siempre es posible. Maldita coherencia. Un día, cuando
me compré un teléfono moderno, decidí hacerme un Instagram y adaptarme a los tiempos
contemporáneos. Tengo que decir que estoy entre bastante contenta y muy contenta con esa
decisión y no he vivido situaciones traumáticas. Me preguntas que si internet ha cambiado la
forma de conocer y de proporcionar acceso a la obra, para bien o para mal. Sin duda para
bien. No me voy a poner venenosa ni a despotricar contra las redes ni contra el acceso a la
información porque está ahí, es una realidad y podemos hacer buen o mal uso, blábláblá.
Mira, no me imagino la investigación sin internet, ni la posibilidad de descubrir arte, artistas o
antiartistas sin esta magia. Se puede hacer, por supuesto, y seguro que quien lee Oxido Lento aún cree en descubrir nuevos mundos andando por la calle o por el monte. Yo lo creo y me
entrego a ello. Pero sin internet no habría descubierto cosas que me han cambiado la vida,
¿cuáles? Pues que es mejor descubrir nuevos mundos caminando por la calle o por el monte.
Bueno, y finalmente cerré la tienda de Etsy y ahora solamente vendo a través de Facebook o
Instagram pero también cuando hago exposiciones.

Nada más Diana, muchas gracias por tu atención con Óxido lento. ¿Algo más que te
gustara añadir?


Muchas gracias por esta entrevista y por querer saber qué me mueve. Con estas cosas me
conozco un poquito más. Y enhorabuena por este proyecto tan lento y oxidado.


Más información: https://www.instagram.com/dianacalabazacosmica


GALERÍA

¡LOS ASESINOS ESTÁN ENTRE NOSOTROS!, LE GRITÓ RICK DECKARD AL HOMBRE ESPECIAL.

Philip K. Dick y los androides que sueñan (Segunda parte)


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Por Diego Luis Sanromán


Tres de enero de 1992, futuro anterior. Nos encontramos no en Los Ángeles, sino en una San Francisco mutada y degradada. La Guerra Mundial Terminal [World War Terminus, GMT] ya ha tenido lugar, pero en esta forma de bautizar al último conflicto hay algo de oscura ironía. No acertaríamos a decir si se trata de un final de línea, de la última de las guerras posibles –algo difícil de sostener cuando hay implicados seres humanos-, o bien de aquella contienda que habrá de acabar con cualquier forma de vida conocida sobre la tierra: terminal, pues, de la misma manera que lo son ciertas enfermedades letales. Ambas posibilidades, por lo demás, no son contradictorias sino complementarias. A estas alturas ya nadie se acuerda, en cualquier caso, de por qué estalló la guerra ni de quién la ganó, si es que hubo algún vencedor. La Tierra se ha vuelto prácticamente inhabitable, eso sí parece claro, y los escasos pobladores que aún quedan en ella están continuamente sometidos a mensajes que los conminan a escapar. “¡Emigra o degenera!” es el lema.

A Dick le bastan apenas una docena de páginas (1) para presentarnos el mundo de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? y a los dos personajes principales que nos guiarán a lo largo de la novela. Como en cualquier obra de ciencia ficción, la descripción de la tecnosfera en la que se desarrolla la acción resulta fundamental para hacer que el lector se impregne de la atmósfera de lo narrado y para marcar el tono de lo que se encontrará más adelante. El mundo de Sueñan los androides… responde al imperativo ciberpunk “High Tech, Low Life” casi dos décadas antes de que el término mismo se hubiera acuñado. La GMT ha dejado como uno de sus aciagos legados la pertinaz presencia de partículas radiactivas en suspensión que oscurecen perennemente el sol, hacen casi inviable la vida animal sobre la superficie terrestre y obligan a los hombres a recurrir a los protectores genitales de plomo Mountibank (2). El Departamento de Policía de San Francisco cuenta con equipos médicos para determinar la salud genética de los que sobrevivieron al conflicto y decidieron o se vieron obligados a permanecer en la Tierra. Los dictámenes de esta especie de policía eugenésica han contribuido a generar un nuevo sistema de castas en el planeta: los intocables son ahora aquellos que han sido declarados incapacitados para la reproducción, aunque todo el mundo sabe que tarde o temprano se verá igualmente afectado. Nada escapa al proceso de degradación que lo consume todo, ni siquiera la composición cromosómica de los individuos. Los coches aéreos [hovecars] horadan la espesa niebla radiactiva y no hay hogar terrestre que no cuente con tres electrodomésticos básicos: un órgano de ánimos Penfield, un televisor y una caja negra de empatía. El nombre del órgano de ánimos no es casual; está inspirado en el del neurocirujano canadiense Wilder Penfield (el del famoso homúnculo), que durante las décadas de los cuarenta y los cincuenta llevó a cabo experimentos en los que estimulaba distintos puntos de la superficie del cerebro humano sirviéndose de una pequeña corriente eléctrica. El órgano anímico de la novela es una versión mejorada y más sofisticada del instrumental de Penfield que permite a los personajes elegir, dentro de un enorme catálogo de opciones, la respuesta afectiva y la coloración emocional que mejor responda a una situación dada o más se pliegue a sus deseos, o incluso hacer que la máquina desee por ellos.

“-No puedo pedir un número que estimula mi corteza cerebral para que desee discar otro. No quiero discar nada, y el tres menos aún, porque entonces tendré el deseo de discar, y no puedo imaginar un deseo más descabellado” (3).

Si el órgano de ánimos es una máquina manifiestamente solipsista que sirve para que el individuo pueda controlar y regular sus propias respuestas emocionales, tanto la televisión como la caja de empatía son, por el contrario, medios de información y de comunicación. Aunque hay un matiz que no debe descuidarse: son rivales e incluso enemigos entre sí. La tele, que emite desde Marte durante veintitrés horas al día los trescientos sesenta y cinco días del año terrestre, está bajo el control omnímodo del Amigo Buster [Buster Friendly], y es por su propia naturaleza un aparato que convoca a sus usuarios de forma pasiva. “Buster era la persona viva más importante, a excepción, por supuesto de Wilbur Mercer” (4). La caja de empatía (5), por el contrario, es una suerte de terminal informático-neuronal que permite conectar a los individuos humanos entre sí y padecer en propia carne el calvario al que continuamente se ve sometido Wilbur Mercer, el Viejo de la Colina, una especie de nuevo profeta o de hombre-dios virtual. Basta con agarrar sus asas para verse transportado a una experiencia de comunicación mística. En definitiva, el televisor es como nuestros televisores; la caja de empatía se asemeja más a un ordenador personal conectado a una suerte de red social global empático-religiosa.

La tecnología que ha puesto la vida al borde de la extinción también se ha revelado capaz de replicarla artificialmente. “Primero habían muerto –era extraño- los búhos” (6). Los animales se han convertido en un producto de lujo y la mayoría de la población tiene que conformarse con poseer copias cibernéticas, ovejas eléctricas por ejemplo. Otra herencia de la GMT es el Luchador Sintético por la Libertad [Synthetic Freedom Fighter], un robot humanoide o –mejor, apostilla Dick- un androide orgánico, que había sido modificado para ponerse al servicio de la colonización espacial posbélica. En septiembre de 1960, la revista Austronautics publicaba un artículo ya convertido en un clásico y que es muy probable Dick tuviera ocasión de leer. El texto en cuestión se titulaba Los Cyborgs y el espacio (7) y en él sus autores, Manfred Clynes y Nathan Klyne, utilizaban por primera vez el término cíborg en un contexto tecnocientífico y anunciaban que sería el cíborg el que liberaría al hombre para que pudiera explorar toda la inmensidad del espacio extraterrestre. En la novela, los viejos androides guerreros han sido modificados para facilitar dicha exploración y se han convertido en máquinas imprescindibles del programa de colonización.

“Según las leyes de la ONU todo emigrante debía recibir un androide civil a su elección; y en 1990 la variedad de androides civiles excedía todo lo imaginable, como había ocurrido con los coches americanos en la década de 1960” (8).

Este es el mundo en el que viven los dos personajes principales de la novela: Rick Deckard, un inexperto cazador de recompensas, y John Isidore, conductor de un camión para el Hospital de Animales Van Ness, una empresa de reparación de animales de imitación. Como muy bien ha analizado Patricia S. Warrick, es el desarrollo paralelo de las trayectorias de ambos personajes el que articula toda la novela. La mente de ambos personajes está en movimiento –señala-, pero puesto que los puntos de partida de ambos ocupan polos opuestos, sus movimientos se contrarrestan mutuamente (9). Deckard es la personificación de la ley y la lógica (10); en él dominan las funciones del hemisferio derecho del cerebro; tiene un punto esquizoide y esto lo aproxima a los andrillos [andys] a los que debe eliminar. Isidore representa, por el contrario, la intuición y el afecto; se ocupa del cuidado de los otros y siente empatía por cualquier criatura viva o por cualquier ser que se asemeje a una criatura viva; en su caso dominan las funciones del hemisferio izquierdo y los rasgos esquizofrénicos.

La novela arranca con dos escenas de corte doméstico y costumbrista que están muy alejadas del tono que adoptará después el guión de Fancher-Peoples. Comienza la jornada y Dick nos introduce directamente en el dormitorio conyugal del matrimonio Deckard. Iran, la esposa, quiere sentir soledad y desesperación auténticas y para ello ha programado seis horas de depresión auto-acusatoria en su órgano Penfield. Cuando repara en que Rick quiere modificar el programa para que tenga una jornada más animosa, se inicia una pelea más propia de un melodrama o de una comedia romántica que de una obra de ciencia ficción:

“-Aparta tu grosera mano de policía –dijo ella. -No soy un policía –se sentía irritable, aunque no lo había discado. -Eres peor –agregó su mujer, con los ojos todavía cerrados-. Un asesino contratado por la policía. -En la vida he matado a un ser humano. Su irritación había aumentado, y ya era franca hostilidad. -Solo a esos pobres andrillos” (11).

La siguiente escena nos sitúa en la azotea del edificio, en el lugar que los vecinos tienen asignado para el cuidado de sus animales domésticos, artificiales o no, algo así como una proyección futurista de los jardincitos típicos de las zonas residenciales estadounidenses de mediados del siglo XX. Allí Deckard se encuentra con su vecino de parcela Barbour, que le anuncia que su yegua está preñada. Según el Catálogo de Aves y Animales de Sidney –se informa Deckard-, un potrillo valdría cinco mil dólares conforme al precio nacional vigente. Eso si hubiera existencias de potrillos, claro está. El blade runner tiene que conformarse con su oveja eléctrica. En otro tiempo, la oveja había sido una oveja auténtica llamada Groucho, que el padre de Iran había regalado al matrimonio antes de abandonar la Tierra, pero Deckard mató al animal por accidente y tuvieron que sustituirlo por una réplica artificial. “Usted sabe cómo piensa la gente de quien no cuida de un animal –le advierte Barbour-; consideran que eso es inmoral y antiempático. Quiero decir, técnicamente. No es un crimen, como después de la GMT. Pero el sentimiento perdura” (12). La motivación principal de Deckard a lo largo de toda la novela será pues obtener el dinero suficiente para restituir la oveja original o bien conseguir cualquier otro animal vivo. A mil dólares por cabeza, tendría suficiente con retirar cinco andrillos. “Pero antes, los cinco andrillos deberían llegar a la Tierra desde alguno de los planetas-colonia. […] y el decano de los cazadores de bonificaciones de la zona, Dave Holden, debería morir o retirarse” (13).

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Si el lector no conoce la novela de Dick o bien leyó la novela después de haber visto la película de Ridley Scott, algo que es altamente probable que ocurra desde que esta se estrenó en 1982, sin duda se verá sorprendido por esta dimensión hogareña de Rick Deckard. Al contrario que el blade runner de la película, el cazarrecompensas de la novela es un hombre casado y de aspiraciones más bien mediocres, un asesino de androides todavía en rodaje. Pero hay además otra diferencia notable entre ambos y que atañe a su aspecto físico. Dick no nos ofrece una prosopografía del personaje hasta el capítulo diecinueve de la novela, y el libro consta solo de veintidós capítulos, lo que significa que casi con toda seguridad el lector habrá estado imaginando hasta ese momento a Deckard bajo la contundente apariencia de Harrison Ford: como la imagen misma del detective hard-boiled, alguien a mitad de camino entre el Philip Marlowe de Chandler y el Mike Hammer de Spillane. En la novela, sin embargo, cuando por fin conseguimos ver a Deckard lo hacemos a través de los ojos de John Isidore, y es así cómo nos lo presenta Dick: “Cara redonda, lampiña, rasgos suaves, como de burócrata. Metódico pero informal. Y no tenía el aspecto de un semidiós, como Isidore esperaba” (14).

La noche del once de mayo de 1960, Otto Adolf Eichmann, hijo de Karl Adolf y Maria Schefferling, coronel de las SS y principal responsable del transporte de los deportados a los campos de concentración que los nazis habían ido sembrando por todo el continente europeo durante la II Guerra Mundial, era detenido en un suburbio de Buenos Aires. Poco menos de un año después comparecía ante el tribunal del distrito de Jerusalén acusado de quince delitos, entre ellos los de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. En 1963, el mismo año en el que Dick recogía su premio Hugo por El hombre en el castillo, Hannah Arendt publicaba en forma de libro el largo reportaje sobre el proceso que había realizado para la revista New Yorker. El libro, titulado Eichmann en Jerusalén, llevaba como subtítulo Un estudio sobre la banalidad del mal, y pronto se convirtió en un superventas y en motivo de escándalo y de debate entre ciertos sectores de la intelectualidad israelí y norteamericana. Dick siguió el juicio y leyó el libro de Arendt con igual fascinación. De Eichmann sorprendía que tuviera poco o nada del superhombre nórdico de la mitología nacionalsocialista. No estaba lo que se dice dotado del aspecto de un semidiós. Llevaba unas gruesas gafas de pasta, tenía el rostro lampiño, de rasgos suaves. Como los de un burócrata, metódico pero informal. Cuando lo interrogaron ante el tribunal, declaró: “Jamás he matado a un ser humano” (15). Los mismos términos con los que Deckard se defiende frente a su mujer. Para Hannah Arendt, era el epítome del mal convertido en cotidianeidad bajo el régimen hitleriano. Para Dick, era la imagen misma del androide-esquizoide, ese ser que cubre su rostro con una máscara humana pero no es humano. Ya lo hemos señalado más arriba: para cazar androides, para eliminar el mal, Deckard tiene que conducirse en cierto modo como si fuera un androide.

John Isidore es uno de los personajes que los guionistas de Blade Runner sacrificaron en el trasvase del texto a la película, o que cuando menos transformaron hasta el punto de volverlo prácticamente irreconocible en la versión cinematográfica. No es difícil reconocer en él la inspiración del ingeniero genético J. F. Sebastian, pero se trata de otra cosa. De hecho, la metamorfosis del personaje dice mucho sobre los distintos intereses que animaban a Dick en el momento de escribir la novela y al equipo dirigido por Ridley Scott en el momento de desarrollar el guión. A Scott le interesaba en especial la figura del replicante, la cuestión de la caducidad de su existencia, la relación de este con su creador. De ahí que Sebastian sea un diseñador genético afectado por el “síndrome de Matusalén”: su condición de ente fugaz lo acerca a los androides y su profesión lo convierte en el intermediario perfecto entre el oscuro demiurgo Eldon Tyrell y sus atribuladas criaturas. En la película casi no queda huella de la obsesión que los personajes de la novela, y en particular sus dos protagonistas, sienten por los animales, sean estos artificiales o no. Para Deckard los animales son una marca de estatus; para Isidore, seres en los que depositar su amor inexhaustible.

Isidore es un especial, un apestado en términos genéticos, un cabeza de chorlito [chickenhead] que ni siquiera ha sido capaz de aprobar el test de facultades mínimas. Un idiota. Vive al sur de San Francisco, una zona invadida por el polvo radiactivo en la que todo el mundo ha muerto o emigrado, en el interior de un “ruinoso edificio de mil apartamentos deshabitados que, como todos los demás, se derrumbaba de día en día en un deterioro entrópico creciente” (16). Este proceso de degeneración entrópica tiene un nombre: kippel, y el kippel tiene sus leyes, que John Isidore conoce bien. El kippel es todo ese desorden de objetos inútiles y abandonados que poco a poco lo invade todo, y especialmente los lugares desolados. Cuando no hay gente –advierte Isidore-, el kippel se reproduce a pasos agigantados, y su primera ley es una variación de la ley de Gresham sobre la mala moneda: el kippel acaba por expulsar al no-kippel. O dicho de otro modo, la entropía acaba por imponerse a cualquier proceso neguentrópico. Este es el primer principio del mal ontológico, según Dick. La entropía es el Demonio, el destructor de formas. Deckard, convertido en su agente involuntario, reflexiona así al respecto:

“Solo podemos escapar por un rato. Y los andrillos pueden escapar de mí, y sobrevivir un rato más. Pero los alcanzaré, o lo hará algún otro cazador de bonificaciones. En cierto modo, observó, yo soy una parte del proceso de destrucción entrópica de las formas. La Rosen Association crea y yo destruyó. O al menos, eso debe parecerle a los androides” (17). Alejado de toda compañía humana o animal, Isidore divide su existencia doméstica entre la televisión y la caja negra de empatía. Como ya se ha señalado, la caja de empatía es una especie de pequeño televisor dotado de asas y el principal instrumento de la liturgia merceriana. Cuando los fieles encienden el aparato y sujetan dichas asas, se encuentran siempre con el mismo escenario y la misma escena: Wilbur Mercer, una figura arquetípica que está a medio camino entre el Sísifo que asciende eternamente su montaña y el Cristo que sufre su calvario, sube una y otra vez su colina, penosamente, siempre bajo la amenaza de la pedrada definitiva. La caja no solo permite contemplar la escena, sino también vivirla desde dentro, fundirse místicamente con Mercer y con todos aquellos que en ese momento estén conectados a él. “La fusión física, acompañada por la identificación mental y espiritual con Wilbur Mercer, había vuelto a producirse. […] Sintió a los demás, escuchó en su mente el rumor de sus existencias individuales y el parloteo de sus pensamientos” (18). Así pues, cuando Mercer sufre, todos los mercerianos padecen con él y se regocijan en su dolor.

En 1950, en el número 49 de la revista británica Mind se publicaba un artículo titulado Computing Machinery and Intelligence [Maquinaria computacional e inteligencia] en el que su autor, Alan Turing, se planteaba la siguiente pregunta: ¿pueden pensar las máquinas? Es decir, ¿pueden pensar las máquinas como piensan los seres humanos? Con el fin de dar respuesta a esta cuestión, Turing proponía un juego al que bautizó como el “juego de la imitación”, y que más tarde se haría conocido como test o prueba de Turing. Básicamente consistía en aislar a un examinador humano, a un candidato máquina y a un candidato humano en tres habitaciones diferentes. A través del teclado de un ordenador o de cualquier otro medio disponible, el examinador debía lanzar una serie de preguntas que le permitirían determinar quién era el hombre y quién la máquina. “Creo que en un periodo de tiempo de 50 años –pronosticaba Turing- será posible programar computadores, con una capacidad de almacenamiento de alrededor de 109, para que puedan jugar el juego de la imitación de tal manera que el interrogador promedio no pueda obtener más de un 70 por ciento de posibilidades de hacer la identificación acertada luego de cinco minutos de preguntas. […] Creo que cuando lleguemos a finales de siglo […] uno podrá ser capaz de hablar de máquinas pensantes sin esperar ser contradicho” (19). Dick se topó con el artículo hojeando una antología sobre el tema (20) y se planteó el mismo problema que Turing: ¿llegará un momento en que no seamos capaces de distinguir entre seres humanos y máquinas? ¿Existe alguna característica irreductiblemente humana, una diferencia específica que sea imposible reproducir por medios cibernéticos? La respuesta del autor de Sueñan los androides… es sí: la empatía.

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Pero considerar, como hace Dick, que la empatía es aquello que nos hace humanos tal vez tenga algo de apriorismo arbitrario. No hay razones de peso para elegir dicha característica en lugar de, por ejemplo, una refinada crueldad, la risa o el sentido del humor. De hecho, ahora sabemos que la “capacidad simpática” no es una característica exclusiva de los seres humanos, aunque sí lo sea de ciertas formas muy complejas de vida como los primates (21). Nada nos impide, sin embargo, aceptar el juego del novelista y ver qué consecuencias pueden derivarse de una hipótesis de partida como la siguiente: “el rasgo específico de los seres humanos y aquello que los distingue de los androides es la empatía”. Anthony Boucher le había dicho al joven Dick que la ciencia ficción consistía fundamentalmente en plantearse preguntas del tipo What if…? y desarrollar una o varias respuestas plausibles. Lo mismo podría decirse de la especulación filosófica o de la teología considerada, a la manera borgesiana, como un subgénero de la ciencia ficción. Si la empatía es el bien, aquello que nos hace de verdad humanos, el mal ha de ser necesariamente su contrario, digamos la apatía, la incomunicación y el completo aislamiento emocional. No tanto, pues, el dolor que podamos causar a los otros –aunque también-, sino más bien la indiferencia ante el dolor ajeno y la incapacidad de sentir compasión por el que sufre. Si el androide representa para Dick uno de los avatares privilegiados del mal moral es porque es un mero espectador, tal vez más aterrador que el propio asesino, una “figura que mira pero no presta ayuda, que no ofrece su mano”, como aquel miembro de las SS al que lo único que le preocupaba era que el llanto de los niños hambrientos no le dejara dormir.

El mundo en el que vive Deckard es un mundo post-Turing, que ya ha superado con creces el umbral que el matemático británico estableciera a mediados del siglo XX. Las máquinas pensantes son un hecho y la proporción entre androides y biohumanos se acerca ahora a la proporción entre esclavos y hombres libres que se daba en la Atenas de la época clásica. Como entonces, toda la organización económica de la sociedad posbélica de la novela reposa sobre la producción de esa mano de obra esclava, en el doble sentido de la expresión producción de. “La manufactura de androides ha llegado a ligarse tanto con el desarrollo de la colonización –reflexiona Deckard en algún momento- que si aquella se derrumbara, este le seguiría a su vez” (22). En consecuencia, los androides constituyen, al igual que los esclavos, una necesidad básica e insoslayable y al mismo tiempo una perpetua amenaza de sedición. Quienes hayan visto la película de Scott, recordarán la sentencia del blade runner: si resultan benéficos, no son un problema (23). El problema comienza cuando se rebelan contra su condición de esclavos y deciden retornar a la Tierra, cuna y a la vez tumba de sus ancestros humanos. Entonces, deben ser eliminados.

En un mundo así el criterio de demarcación de lo humano no puede ser la inteligencia, se defina esta como se defina. No es el intelecto, sino el afecto el que permite discriminar al androide. Por eso, el viejo juego de la imitación turinguiano ya no resulta de ninguna utilidad para los cazadores de replicantes. Estos cuentan ahora con una tecnología desarrollada por Voigt para el Instituto Pávlov de la Unión Soviética y más tarde perfeccionada por Kampff en el año 1989, una sofisticada variante de la máquina de Turing que sirve para medir el nivel de empatía de los sujetos sometidos a examen. El artefacto está provisto de un disco adhesivo que mide la dilatación capilar en la región facial y de un delicado proyector lumínico que registra la tensión ocular cuando dicho sujeto responde a las preguntas que le hace el entrevistador. La eficacia del test no está, sin embargo, plenamente probada: 1) porque, como ha establecido un grupo de psiquiatras de Leningrado, una pequeña porción de seres humanos (las personalidades esquizoides, por ejemplo) no podría pasar la prueba; y 2) porque la última generación de androides, los Nexus-6, se asemeja tanto a los seres humanos que las fronteras entre la vida inteligente y sintiente y su mera réplica artificial han comenzado a difuminarse.

Con todo y como bien saben los seguidores de Blade Runner, este será el test que Dave Holden (Morgan Paull) utilice para identificar a Leon Kowalski (Brion James) en la primera secuencia de la película, y del que se sirva Rick Deckard, tanto en el film como en la novela, para desenmascarar la identidad androide de Rachel Rosen (Sean Young). Pero, en buena medida, si el texto original resulta tan atractivo y puede devenir en un estimulante para la reflexión del lector es porque se construye a partir de un juego de reflejos especulares, de un baile de identidades movedizas en el que los personajes se transforman –o cuando menos, en ciertos casos, aspiran a transformarse- en sus contrarios. Las fronteras han perdido, en efecto, la nitidez de antaño y uno nunca puede estar seguro de no ser o de no acabar convertido en un androide. ¿Cómo saber si uno sigue siendo uno mismo o su replica artificial? Ni siquiera el test Voigt-Krafft puede ya garantizárnoslo con completa seguridad. En cierto pasaje oímos decir a Deckard: “A un androide no le importa lo que le ocurra a otro androide. Esa es una de las señales que buscamos”. A lo que una supuesta replicante responde: “Entonces, usted debe ser un androide” (24).

Sueñan los androides… es en cierto sentido un engranaje de reverberaciones múltiples. Los tribunales con sede en la calle Lombard, en los que está emplazada la oficina del inspector Harry Bryant, para quien trabaja Deckard, tienen su subrogado androide en la calle Mission. Allí Deckard se encuentra con el cazarrecompensas Phil Resch, que sin saberlo ha vivido a las órdenes de un grupo de policías replicantes durante tres años –o eso cree él- y que se revela como un blade runner mucho más eficiente que el protagonista precisamente por estar libre de cualquier forma de empatía hacía sus virtuales presas. Resch es pues una versión mejorada de Deckard, un biohumano que deviene androide, del mismo modo que hay androides que pugnan por convertirse en humanos. Deckard anhela llegar a ser un cazador tan competente como Resch o su colega Dave Holden, pero ciertos rasgos humanos-demasiado-humanos de su personalidad terminan por frustrar su empeño. Siente empatía por los andrillos, en particular por los andrillos hembra, y eso le llevará a plantearse abandonar su profesión.

Rachael es el fantasma del deseo de Deckard, la sustituta erótica de su esposa Iran. Una ginoide que se creía humana y a la que Deckard despierta a la conciencia de su identidad como replicante. A los ojos de Deckard, sin embargo, se produce un intercambio de papeles entre ambos personajes. “La mayoría de los androides que he conocido –confiesa- tenían más deseos de vivir que mi esposa. Iran no tiene nada que ofrecerme” (25). Por otro lado, si Deckard cosifica a Rachael al descubrirle que es un androide, Rachael a su vez humaniza a Deckard al hacerle sentir empatía por sus congéneres replicantes sirviéndose del sexo. Bien avanzada la novela sabremos que, al obrar así, Rachael en realidad se ha conducido con la frialdad de una máquina: no siente verdadera atracción por Deckard y su auténtica finalidad consiste en convertir al protagonista en un ser inhábil para la caza de andrillos, pero para entonces la transformación ya se ha producido en el blade runner. Y probablemente también en ella. En un pasaje lleno de patetismo, Rachael se pregunta: “¿Cómo es tener un hijo? ¿Y cómo es nacer? Nosotros no nacemos, no crecemos. En lugar de morir de vejez o enfermedad nos vamos desgastando. Como hormigas, eso es lo que somos. No hablo de ti, sino de mí. Máquinas quitinosas, con reflejos, que no viven de verdad” (26). Rachael quiere estar viva. Plenamente. Es decir, ser humana.

Una misma voluntad mueve a la replicante Luba Luft, otro personaje de la novela que fue eliminado en el guión cinematográfico. Luba Luft es una cantante de ópera procedente de Alemania que se ha incorporado recientemente a la Ópera de San Francisco. En la película sería sustituida por Zhora, la briosa bailarina de variedades a la que interpreta Joanna Cassidy. Cuando Deckard se topa por primera vez con Luba, la ginoide se encuentra sobre el escenario interpretando el papel de Pamina en La flauta mágica de Mozart, en un dúo con Papageno que hace que al cazarrecompensas se le llenen los ojos de lágrimas. El personaje de Luba Luft tiene un peso determinante en el desarrollo de Sueñan los androides… por diversos motivos. Aunque tal vez el fundamental resida en que la suya es de nuevo una de esas identidades huidizas que hacen que él lector se replantee sus expectativas acerca de lo que significa ser humano.

“La verdad es que no me gustan los androides –reconoce en el capítulo doce-. Desde que llegué de Marte, mi vida ha consistido en imitar a los seres humanos, en hacer lo que hacen las mujeres humanas, imaginando que tenía sus impulsos y pensamientos, tratando de asemejarme a lo que considero una forma de vida superior” (27).

Podría decirse que Luba Luft es un androide que se halla a un solo paso de alcanzar esa vida superior. Para el melómano Dick, y también para su blade runner protagonista, llegar a interpretar una ópera de Mozart era sin duda una de las experiencias más radical y eminentemente humanas que pudieran vivirse. Luba Luft es una intérprete de ópera, lo que significa que está dotada de habilidades artísticas, una característica que –por lo que sabemos- no se da en ninguna otra especie que no sea la nuestra. La segunda vez que Deckard se encuentra con la cantante es en una exposición del pintor noruego Edvard Munch, donde el personaje se revela además dotado de una fina sensibilidad estética, otro rasgo que intuitivamente nos costaría reconocerle a un ente artificial. Luba se queda prendada en particular del cuadro titulado Pubertad. La obra, que no se describe en la novela, representa a una muchacha desnuda sentada al borde de una cama, cubriéndose el sexo con las manos, acechada por algo que no sabemos si es su propia sombra o un oscuro ectoplasma. No es difícil colegir que la ginoide proyecta en la figura del cuadro su propia sensación de orfandad, precariedad y desamparo. Luba Luft será otra de las mujeres –en realidad, la primera- que lleve a Deckard a plantearse la legitimidad moral de su oficio, al punto de que se ve incapaz de realizar el trabajo que le ha sido encomendado y debe dejar la ejecución de la replicante en manos de Phil Resch. Una vez realizada la tarea, Deckard le pregunta a su colega: “¿Cree usted que los androides tienen alma?” (28).

Si, como hemos establecido, la empatía es la unidad de medida que nos permite distribuir las distintas formas de comportamiento de los personajes en el dinamómetro de lo humano, no debería costarnos admitir que Luba Luft alcanza tal vez el grado más alto entre todos los androides que aparecen en la novela. Del mismo modo que Resch es un biohumano que deviene androide, Luba es una ginoide que deviene humana gracias a la mediación del arte. Pero sin duda el nivel más alto en lo que a capacidad empática se refiere le corresponde al especial John Isidore. Isidore es una suerte de príncipe Myshkin ciberpunk, la encarnación misma de la simplicidad evangélica y la bondad espontánea. Es la forma más acabada de merceriano. Ya lo hemos dicho más arriba: Isidore ama a hombres, bestias y máquinas por igual; en principio, su compasión no conoce límites. Pero también es un personaje dinámico, en mutación, pues de lo contrario carecería de todo interés dramático. Tampoco Isidore puede escapar de hecho a la maldición trágica que condena a los hombres a hacer el mal aunque no lo quieran. Isidore, el idiota caritativo, mata en dos ocasiones a lo largo de la novela. La primera tiene lugar de forma accidental, cuando confunde al biogato que le ha confiado una cliente de la empresa para la que trabaja con una réplica artificial. El accidente, sin embargo, servirá para que el propio personaje descubra y nos descubra que no es tan especial ni tan estúpido como creía. La segunda es paradójicamente un acto de compasión: Isidore sacrifica a la araña a la que han estado martirizando los androides que alberga en su edificio. “John Isidore la hizo a un lado, cogió a la criatura mutilada y la llevó al fregadero. Allí la ahogo, y mientras tanto se ahogaban también su mente y sus esperanzas, tan rápidamente como la araña” (29). Este episodio tiene el valor de una segunda epifanía para el personaje. Ha descubierto el carácter inhumano, monstruoso, de aquellos con los que había conectado empáticamente y al mismo tiempo él se ha descubierto capaz de ejercer violencia sobre un ser vivo. Los prejuicios que daban sentido a su interpretación del mundo han entrado en crisis. Isidore es así un creyente que duda.

La contraparte de Isidore y el principal contrincante de Rick Deckard es Roy Batty. Es cierto que el personaje no tiene en la novela la misma relevancia ni está tan desarrollado como en la película. No espere el lector encontrarse en este caso con el famoso monólogo que el replicante declama al final del film y que, como es bien sabido, es en parte resultado de una improvisación del actor Rutger Hauer. Aquí no hay “lágrimas en la lluvia” ni “rayos C brillando en la oscuridad”, pero la dimensión trágica del personaje se expresa por otras vías. A este respecto, conviene citar por extenso el fragmento de su ficha policial que aparece en la novela:

“Roy Batty tiene una aire agresivo y decidido de autoridad ersatz. Dotado de preocupaciones místicas, este androide indujo al grupo a intentar la fuga, apoyando ideológicamente su propuesta con una presuntuosa ficción acerca del carácter sagrado de la supuesta “vida” de los androides. Además, robó diversos psicofármacos y experimentó con ellos; fue sorprendido y argumentó que esperaba obtener en los androides una experiencia de grupo similar al del Mercerismo que, según declaró, seguía siendo imposible para ellos” (30).

“Seréis como dioses”, tal es la promesa de Batty. Su magnitud como personaje descansa justamente en esta dimensión que podríamos denominar demoníaca. Batty es un Espartaco futurista, un libertador de los esclavos androides que fundamenta su llamamiento a la revuelta en algo que para el redactor del informe policial no es más que una añagaza ideológica, pero que para los perseguidos constituye una esperanza bien real: el reconocimiento del valor de la vida replicante. Ser como dioses, ser como ellos, ser como los hombres: avanzar un paso más en el proceso evolutivo, ese es el objetivo. Batty, como Prometeo, llegará incluso a robar el fuego lisérgico que permita liberar a los suyos y convertirlos en seres plenos. Pero su osadía se verá castigada con el fracaso, pues Mercer no se revela a los androides, y finalmente con la destrucción.

Dick sublima esta lucha entre lo humano y su alienación androide en la lucha entre Buster Friendly (la televisión) y Wilbur Mercer (la caja de empatía). ¿Por qué compiten ambos? En el capítulo siete, Dick pone la siguiente reflexión en la cabeza de John Isidore: compiten “por nuestras mentes […]. Luchan por el control de nuestro yo psíquico” (31). De un lado se encuentra la irónica suficiencia del intelecto androide y del otro la fantasía religiosa. A lo largo de buena parte de la novela Buster amenaza con un anuncio que hará temblar los pilares del mercerismo. Cuando por fin llega la revelación, nos enteramos de que, en realidad, la escena del anciano en la colina con la que comulgan los merceristas no es más que una ficción televisiva protagonizada por un viejo actor de segunda, alcohólico y olvidado. Todo era, pues, una farsa.

Como muy bien ha analizado Emmanuel Carrère (32), la revelación de Buster Friendly sería el trasunto de un acontecimiento histórico real que tuvo un notabilísimo impacto en la conciencia religiosa de Dick: el descubrimiento de los rollos de Qumrán, también conocidos como los manuscritos del Mar Muerto. De dicho descubrimiento se derivaban consecuencias demoledoras para los fieles cristianos, la fundamental de las cuales podría resumirse en la idea de que Jesús era a lo sumo uno de los muchos predicadores que abundaban en Palestina al comienzo de nuestra era. Y en el peor de los casos, un mero impostor como Mercer. ¿Qué actitud podía adoptar un creyente ante tal acontecimiento? Sabemos también por Carrère que Dick se pasó unos tres años discutiendo sobre la cuestión con su medio suegro, el obispo episcopaliano James Albert Pike (33). En los debates, Pike adoptaba la posición del crítico implacable, mientras que Dick apostaba por la vieja “fe de nuestros padres”. Si Pike era el Amigo Buster, Dick era John Isidore, o bien el Deckard converso del final de la novela. La moraleja que podría extraerse de todo el asunto resulta bastante descorazonadora y en realidad se reduce a esto: una ilusión puede ser preferible a la ironía del descreído. Dick se revelaba así como un “consecuencialista” ético que venía a afirmar que las creencias son buenas si contribuyen al desarrollo de lo que nos hace cabalmente humanos. Puede que Jesús sea un farsante, una hueca ficción, puede que también lo sea Mercer, pero lo cierto es que lo que inspiran en sus acólitos no tiene nada de ficticio. Aunque el motivo sea una falsedad, las consecuencias son beneficiosas. Y siempre serán preferibles al frío y funesto racionalismo del androide Buster.

(Continuará. Para ver la primera parte aquí )


Notas:

1 De la edición de bolsillo en castellano: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Philip K. Dick, Edhasa, Barcelona, 1981. Traducción de César Terrón.

2 Como veremos en otros casos, la elección de los nombres no tiene nada de gratuito en Dick. ‘Mountebank’, en inglés, hace referencia a los charlatanes, a los que se suben (montare) a un banco (banco, bank) para vender a los incautos productos milagrosos de escasa o nula efectividad.

3 Sueñan los androides…, p. 14.

4 Ib., p. 62.

5 La caja de empatía es un artefacto que Dick rescata de un relato breve publicado en 1964 y titulado precisamente La pequeña caja negra. Aquí, como en la novela, la caja es el medio de comunicación y de reconocimiento de la secta de los merceristas, una corriente que en el relato ha sido declarada ilegal por el gobierno paranoico-comunista de los Estados Unidos de América. Cf. Cuentos completos V, Philip K. Dick, Ediciones Minotauro, Barcelona. 2008. Traducción de Manuel Mata.

6 Sueñan los androides…, p. 21. Y los búhos, ya se sabe, nunca son lo que parecen. Cf. Twin Peaks. 25 años después todavía se escucha música en el aire, VV. AA., Editorial Innisfree, 2016.

7 https://colaboratorio1.wordpress.com/2009/08/26/la-conquista-del-espacio-en-el-tiempo-del-poder-eduardo-rothe-1969/ [Cit. 03/01/2017]. 8 Sueñan los androides…, p. 22.

9 Mechanical Mirrors, the Double and Do Androids Dream of Electric Sheep?, Patricica S Warrick. Texto incluido en A Twentieth-Century Literature Reader, Edited by Suman Gupta and David Johnson, Routledge, Londres, 2005, p. 196.

10 De nuevo hay que tener en cuenta el nombre elegido por Dick para bautizar a su blade runner. Como indica José Luis Pozo Fajarnés, Deckard y Descartes (pronunciado a la francesa) son palabras prácticamente homófonas, lo cual apuntaría a uno de los subtextos filosóficos de la novela de Dick. Deckard –argumenta- representaría en cierto modo la razón y el dualismo ontológico cartesianos: “Dick está señalando que el protagonista de la novela hace lo que Descartes justificaría que puede hacerse: matar “máquinas”, pues es lo que son para Deckard los androides, meras máquinas semovientes sin atisbo de alma pensante que les acerque a los humanos”. Vid. Ridley Scott no entendió ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, en http://www.nodulo.org/ec/2016/n169p10.htm [Cit. 03/01/2017].

11 Sueñan los androides…, p. 11.

12 Ib., p. 19.

13 Ib., p. 20.

14 Ib., p. 176.

15 Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt, p. 41. Debols!llo, Barcelona, 2006. Traducción de Carlos Ribalta.

16 Sueñan los androides…, p. 59.

17 Ib., p. 85.

18 Ib., p. 26.

19 Cito por la traducción de Cristóbal Fuentes Barassi, que puede encontrarse aquí: http://xamanek.izt.uam.mx/map/cursos/Turing-Pensar.pdf [Cit. 03/01/2017]. La versión original en inglés puede consultarse en distintos sitios de Internet. Por ejemplo aquí: https://colaboratorio1.wordpress.com/2008/03/26/computing-machinery-and-intelligence-alan-turing-1950/.

20 Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos. Philip K. Dick 1928-1982, Emmanuel Carrère, p. 136. Minotauro, Barcelona, 2002. Traducción de Marcelo Tombetta.

21 Vid., por ejemplo, La otra evolución. Darwin, la conciencia y el comportamiento moral, Pablo Quintanilla, http://blog.pucp.edu.pe/blog/wp-content/uploads/sites/32/2009/06/Pablo-Quintanilla-2009.pdf [Cit. 03/01/2017].

22 Sueñan los androides…, p. 43.

23 Ib., p. 39.

24 Ib. p. 87.

25 Ib., p. 82.

26 Ib., pp., 156-7.

27 Ib., p. 112.

28 Ib., p. 113.

29 Ib., p. 171.

30 Ib., p. 150.

31 Ib., p. 66. 32 Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos. Philip K. Dick 1928-1982, pp. 147 y ss.

33 El obispo Pike es un personaje fascinante sobre el que no podemos extendernos aquí. Remito al lector interesado a las páginas que Carrère le consagra en su biografía de Dick. O bien, si desea tener un conocimiento más detallado, al libro de David M. Robertson, A Passionate Pilgrim: A Biography of Bishop James A. Pike, Knopf, Nueva York, 2004.