FANALES PARA UNA CIVILIZACIÓN OTRA

Por Jesús García Rodríguez


EPISODIO 1: LENTITUD Y VELOCIDAD

Ha sido un día caluroso; ahora el atardecer deposita su frescura sobre los campos, sobre la tierra negra y morada, sobre las encinas y sobre los pinos. Las golondrinas y los vencejos describen sus parábolas hacia el valle en un cielo que comienza a adoptar un tono anaranjado allí donde el sol empieza a ponerse, entre los cerros. Las chicharras han concluido su sonata de verano, y algunos grillos, a lo lejos, comienzan a tomar el relevo. Se escucha aún el canto de algún papamoscas, y la falta de viento nos trae una gozosa  sensación de eternidad.

Ajenos al ser humano y a su destino, los animales y las plantas se adaptan al ritmo de su medio natural, acompasan su existencia a ese tiempo del ser como la rémora que se agarra al escualo para navegar por el océano. Existen en ese tiempo ancestral, cíclico, esférico, hondo como un abismo en espiral, de cuyo seno emana todo. Viven en la lentitud de las estaciones, en la fértil lentitud dictada por los giros de los planetas.

El crepúsculo comienza a irradiar su nácar rosado en lo alto de las lomas, por encima de las sucesivas líneas de verde: verde oscuro de jarales y piruétanos, verde oliva de carrascas y encinas, verde claro de los leñosos pinos. El aire parece cargado misteriosamente de vida. La mente parece encontrar entonces una quietud no buscada ni forzada, una quietud que parece emanar de la unión de la mente con las cosas mismas, con la verdad inmediata y palpable de lo que nos rodea: una quietud que cae sobre nosotros como una gozosa lluvia imprevista.

La mente humana necesita la quietud para funcionar de manera sana, para cumplir con su cometido de forma saludable. Pero la nuestra es una civilización que aborrece y proscribe la quietud, que aborrece y proscribe la lentitud. Una civilización de la velocidad que con cada década acelera cada vez más sus tiempos, sus ritmos. Una civilización que no permite que las mentes discurran en la quietud y en la lentitud del tiempo ancestral, sino que las obliga permanentemente a existir en el espasmo de la aceleración, incapaces de reposar en la calma del momento presente más de unas milésimas de segundo. Es una civilización de la velocidad porque es una civilización del futuro, del progreso, en la que el momento que todavía no ha llegado, en tanto portador de beneficio, es más valioso que el momento pasado o el presente, que se dan ya por amortizados, en la lógica rapaz y exterminadora de la creación de valor. 

329206

En esa distorsión monstruosa del tiempo que practica la civilización capitalista, el tiempo existe solo en tanto espacio donde producir valor, donde producir dinero, donde producir mercancía, donde producir beneficio. Time is money, el tiempo es dinero, significa ante todo speed is money, la velocidad es dinero: la velocidad se convierte en un valor añadido que aumenta el beneficio. Cuanto más rápido se produzca, se sirva, se distribuya o se venda algo, mejor. La velocidad se convierte con ello en un bien en sí mismo, traducible en valor tangible, neto. Vivir deprisa significa fundamentalmente consumir deprisa y desgastar la fuerza de trabajo deprisa: consumirse a sí mismo rápido para consumir lo que sea rápido (viajes, mercancías, drogas, servicios personales, experiencias). Es una ley invariable el hecho de que en el capitalismo se acaba siempre por aplicar al ser humano el mismo trato que se aplica a la mercancía; la rapidez máxima posible en el transporte de las mercancías, de la que se extrae un valor económico, deriva en la rapidez máxima posible en el transporte de seres humanos, bien como mano de obra (automóvil, metro, cercanías), bien como consumidor de mercancías de servicios en viajes, excursiones y traslados por ocio (aviones, trenes, autobuses). La máxima velocidad en el flujo y el movimiento  del capital (sea este cual sea) produce una fricción máxima, que de nuevo se traduce en creación de valor económico, del mismo modo que en física una fricción máxima produce un máximo de calor. Esto hace que no haya posibilidad de vuelta atrás, que la aceleración aumente permanentemente, exponencialmente, tendiendo al infinito: el flujo no puede frenarse, ni siquiera decelerarse. Se dirá: pero vivimos en un mundo finito, en una existencia finita. Pero el valor, la creación de valor no tiene existencia finita: es una pura idea, una operación matemática, la posibilidad de sumar siempre una cifra de beneficio más a algo. La civilización de la creación de valor es la civilización de la velocidad y la aceleración, y con ello la civilización del agotamiento y la exhaución (y extrema-unción) de lo finito. 

En tanto que la belleza es resultado de la contemplación, solo en la lentitud puede haber belleza, porque solo en la lentitud hay contemplación verdadera. Pero en la civilización capitalista no hay contemplación (que es antieconómica), sino visión (que crea valor en forma de espectáculo). Por eso mismo nuestra civilización de la velocidad es una civilización de la fealdad, una civilización por tanto de la confusión, del desorden, pues su velocidad, en tanto exceso, supone la ruptura o la detonación de toda proporción y de toda contemplación, y por tanto de toda belleza. La fealdad de nuestras ciudades, de nuestras calles, de nuestros barrios, de nuestras casas, de nuestros espíritus, es el resultado de esa aceleración agresiva y letal del valor en todos los ámbitos de la existencia: se producen cosas y acontecimientos solo para ver, no para contemplar.     

Solo una civilización que recupere la quietud y la lentitud de las mentes y de las cosas será capaz de recuperar la serenidad, la belleza y el orden (ese orden que significa ante todo armonía y equilibrio entre las partes). Para ello, naturalmente, solo cabe extirpar de raíz, como un tumor, ese deseo o ese mecanismo del incremento del valor. No existe otra salida. Cualquier otra opción no será más que dejarse arrastrar, de manera más o menos sonriente, por la aceleración homicida y omnicida de la creación de valor. 

78_0153_2_1400x1100

Sobre el pequeño valle cae la noche, cae un silencio reparador, salvífico. Aquí es el tiempo de la contemplación, el tiempo de la improducción, el tiempo ancestral que, a diferencia del tiempo del reloj, crea vida, crea orden y equilibrio. Se escuchan los primeros autillos, y alguna lechuza recorta ya su silueta sombría entre los robles. Las estrella empiezan a iluminar el cielo. 

No dejemos que nos roben el tiempo, el tiempo de los astros, o viviremos en la oscuridad de su cárcel para siempre.