CAPITAL FÓSIL. El auge del vapor y las raíces del calentamiento global.

Andreas Malm

(Capitán Swing, Madrid, 2020, 622 pp.)


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Reseña de Álvaro Castro Sánchez

“No habrá muchas cuestiones históricas que sigan siendo de interés si el nivel del mar sube dos metros; esta podría ser una de las pocas”.

Este libro supone una reflexión desde las premisas del ecologismo social y la teoría crítica materialista acerca de lo que se ha venido a llamar el Carbon lock-in, esto es, una realidad cimentada en las tecnologías cuya dependencia de los combustibles fósiles bloquea cualquier política efectiva contra el cambio climático. A esa obstrucción se le añade la dificultad de representarse la “violencia lenta” (Rob Nixon) que ejerce la emisión de carbono a la atmósfera, pues las emisiones son acumulativas y los efectos de las presentes se hacen notar décadas después, que es cuando se concretan en aumento de la temperatura y sus efectos sobre los ecosistemas. Por eso el autor se pregunta cómo esto se puede presentar en una narrativa que capte realmente la atención.

Basado en una tesis doctoral y armado con el cuerpo bibliográfico correspondiente, el grueso del libro presenta una rigurosa investigación histórica (acompañada de una muy pertinente y reflexiva revisión historiográfica) sobre la adopción del carbón como combustible fundamental en la Inglaterra de comienzos del siglo XIX. Para ello parte de una propuesta conceptual original de la que especialmente se ocupa en el cap. 3. Aquella indagación lo sería sobre la “economía fósil”, es decir, sobre un sistema económico montado sobre el consumo creciente de combustibles fósiles. El lugar elegido obviamente es Gran Bretaña porque fue la cuna de la Revolución Industrial, representando el 80% de las emisiones globales de CO2 en 1825 y del 62% en 1850 (p. 30). En aquel lugar y sus regiones dedicadas al textil es donde pone a juego su hipótesis: el vapor se adoptó más por una forma de poder y de dominación que por la simple búsqueda del beneficio económico, tesis que revuelve las visiones habituales de la Revolución Industrial, incluidas las más “críticas”.

Fue en Inglaterra y Escocia donde primeramente se abandonaron como fuentes de energía el sol, el viento y el agua, a las que el autor califica de “flujo”, por el “stock”, constituido por fuentes  procedentes de la solar pero fosilizadas con el tiempo, como el petróleo y el carbón. Y tal operación solo se puede entender desde la necesidad empresarial de domesticar una mano de obra rebelde (bien por su procedencia campesina, bien por su calidad de imprescindible, por su pericia, su conocimiento o su fuerza) y en creciente organización y articulación combativa. Por eso la investigación histórica arroja varios resultados que contradicen los relatos habituales. Uno es que los combustibles fósiles desplazaron a las energías tradicionales, fundamentalmente la hidráulica, porque eran más baratos (algo que serviría en la actualidad para buscarle ventajas a las llamadas energías renovables). Sin embargo, partiendo desde el momento de la invención de la máquina de vapor y su lento desplazamiento de la rueda hidráulica en la industria del algodón, Malm demuestra -mostrando la historia de empresas concretas- que al principio contó con poca aceptación y la queja sobre los costes tanto de la máquina como de los combustibles fue generalizada. 

Fue la industria algodonera la que operó la gran fase de acumulación de capital en un contexto de “energía protofósil” ya predispuesto a incrementar la demanda del carbón, por ejemplo por la necesidad de calentar los hogares de las ciudades en expansión. Pero la causa de su adopción no hay que buscarla en los cambios de ubicación de las industrias o el desarrollo de los transportes, sino en la creciente conflictividad campesina y obrera de las décadas de los años veinte hasta bien entrado los cuarenta. Dicho periodo comienza con el “crack del 25” y el “pánico” desatado por la mayor crisis financiera del siglo debida a la sobreproducción y culmina con la gran huelga general del sector textil impulsada por el Cartismo en 1842.

En 1824 el Parlamento británico había derogado las Combination Laws, que desde hacía veinticinco años venían prohibiendo las asociaciones obreras. La causa no hay que verla en alguna suerte de avance de la conciencia democrática, sino en el hecho de que habían fomentado la clandestinidad yla  radicalización del movimiento obrero, de modo que legalizando sociedades y sindicatos (apenas hubo debate parlamentario) se metía por cauces formales a una movilización que no obstante venía protestando fuertemente contra las mismas, especialmente los gremios de los mecánicos y tejedores. El efecto no fue el esperado y la crisis estructural del sistema económico vino acompañada del estallido de sucesivas insurrecciones obreras durante las décadas siguientes y fue en ese periodo (de 1825 a 1842) en el que se dio efectivamente el paso definitivo al vapor.

¿Por qué la automatización a pesar de que era más cara y renunciar igualmente a las ventajas del agua? La respuesta es sencilla: las máquinas no hacen huelga y mandan al paro a una cantidad ingente de mano de obra parte de ella imprescindible hasta entonces, lo que permitirá frenar o incluso disminuir salarios y disciplinar a los trabajadores. De ese modo, el sueldo de los hilanderos bajó a la mitad durante la década de 1840 al haberse convertido en trabajadores sustituibles (p. 119). Es por ello que las estrategias de supervivencia y resistencia, como el sabotaje (especialmente quitando los tapones de la caldera), no se hicieron esperar. En todo caso, los amplios análisis microhistóricos, por regiones, protagonistas o empresas, que realiza el libro pone de relieve que a aquella sencilla respuesta cabe añadir otras. Así, un problema para las empresas basadas en la energía hidráulica era que al tener que ubicarse a veces en lugares alejados de ciudades buscando corrientes de agua, no les era tarea fácil encontrar mano de obra, pues los habitantes de las aldeas (dueños de su tiempo y de sus medios) no se mostraban muy entusiasmados ante las condiciones que ofrecían. Era necesario subsanar el problema (p. 209) con la construcción de colonias fabriles (como la New Lanarck de Robert Owen) y en ese sentido, la fábrica hidráulica fue la que dio origen al régimen de la disciplina fabril a costa de grandes inversiones en el bienestar de los trabajadores y sus familias, lo cual no llegó a ser del todo rentable. Otro coste no esperado fue la paulatina eliminación del sistema de aprendices, es decir, de trabajadores menores no remunerados, por lo que habría que buscar mano de obra asalariada en las bolsas de precariedad urbanas. En dichas ciudades, el auge del telar mecánico destruía la comunidad de trabajadores independientes y creaba una tropa de trabajadores fabriles sumisos por el miedo al paro, algo de máxima importancia en años de una feroz lucha de clases. Así, mientras que en el periodo del “flujo” o energía hidráulica los manufactureros de las colonias mantenían relaciones personales a veces incluso paternales con sus trabajadores, no ocurría lo mismo en espacios de desarraigo, donde  estos se volvían piezas adyacentes de la maquinaria y cuyos nombres desconocían: eran mercancía.

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El libro también presta mucho espacio a la respuesta obrera en medio del fervor hacia el vapor, a cuyos milagros se le dedicaron odas y poemas, pero frente al cual también surgió toda una demonología que adelantó las grandes obras distópicas de la literatura del siglo siguiente, inspiradas en el imperio de la máquina y la extensión de la cosificación. Aquella respuesta fue brutal y la huelga textil de 1842, que Malm analiza con detalle, fue posiblemente la revuelta más importante del siglo en las islas. Condenadas por los cartistas, las máquinas tuvieron que ser protegidas por militares, que en episodios como el de Preston llegaron a disparar contra la turba y causar varios muertos. En ese sentido, otra revisión de los relatos habituales de la época es el que explica el Cartismo disociándolo de la protesta contra la máquina y la revuelta contra la economía fósil, rebajándolo a un movimiento de demanda de derechos políticos.

Sin ánimo de profundizar en más detalle e invitando a los lectores a hacerse con ellos a través de la riqueza del texto, sí hay que señalar que otro de sus méritos es el solvente cuestionamiento que realiza del exitoso relato del Antropoceno, que otorga a la especie homo sapiens la responsabilidad del cambio climático en tanto que agente geológico que ha transformado las condiciones de habitabilidad para las especies actuales en el sistema terrestre. El neologismo se debe al científico Paul Crutzen, premio Nobel que situó el comienzo de tal nueva era geológica en la invención de la máquina de vapor, como si la causa real – y que el relato antropocénico deja en oscuro- no fuera el hecho de que los fabricantes la adoptaran masivamente y se diera lugar a la “normalidad capitalista” (p. 57). Así, haciendo responsable a la especie, como si fuese parte de la naturaleza humana la búsqueda del mayor beneficio a costa del medio y las diferencias de emisiones entre regiones, clases sociales y géneros no existieran, se deja de lado el análisis de las condiciones sociales, económicas y políticas sobre las causas efectivas. De modo que al primar la perspectiva sobre algún rasgo universal de la especie, los seducidos por el término pueden acabar olvidando que hay actores y responsables concretos. En esa línea, en diferentes lugares del libro el autor desgrana los discursos de referencia que defienden el relato del Antropoceno y los somete a un análisis materialista que no pierde de vista la necesidad de una transformación real y no sólo terminológica del principal problema de nuestra historia. Centrado en el siglo XIX, Capital fósil dedica los últimos capítulos a la actualidad, destacando el capítulo 14 centrado en China y su conversión en el principal emisor de CO2 mundial tras la instauración del socialismo de mercado y la deslocalización empresarial occidental, así como una serie de consideraciones sobre las posibilidades de las energías renovables en los dos capítulos restantes. Ha sido durante el siglo XXI cuando las emisiones se han disparado a nivel planetario y se han triplicado en el caso chino, por lo que es muy probable un aumento de 4 grados de la temperatura del planeta hacia 2060. Tras un análisis en términos de economía marxista, Malm clarifica de qué modo el capital fósil ha seguido siendo el principal factor de acumulación de plusvalor mientras que insiste en destapar la ideología que no distingue entre clases o actores principales, pues por ejemplo no deja de ser el nivel de consumo occidental (ya globalizado como aspiración) un factor primordial. Finalmente, el capítulo 15 indaga los problemas de una supuesta vuelta al “flujo”, cifrada en las esperanzas ante las energías solar y eólica, cuya producción está creciendo de modo exponencial, por lo que se ha llegado a una especie de optimismo “casi utópico” (p. 579). Gigantes del petróleo, como BP o Shell, se rebautizaron y se apuntaron a un capitalismo verde movidos por los nuevos motivos de ganancia, aunque acabaron volviendo al petróleo o el gas a comienzos de la década del 2010 aquejados del poco beneficio debido al paulatino descenso de su precio. También ocurrió con el proyecto Desertec, que prevé alimentar Europa mediante una serie de megaplantas fotovoltaicas en desiertos saharianos o de Oriente medio y tendidos eléctricos submarinos. Dado que no se puede comerciar con la fuente y solo se pueden valorizar las tecnologías, cuesta mantener niveles aceptables de rentabilidad para una óptica que no deja de pensar en esta como lo más importante, así que según Malm la búsqueda del beneficio rápido e instantáneo propia de los grandes inversores aparta sus ojos de fuentes de energía que circulan gratis. Por ello la inversión en energía renovable se redujo un 23% entre 2011 y 2013 (en Europa un 44%) (p. 582). Por otra parte, el hecho de que no hay la misma energía eólica y solar en todas partes y no siempre está disponible, obligaría en caso de su extensión a reorganizar el espacio y tiempo humano en torno a núcleos o comunidades energéticas, lo cual también abre posibilidades de organización social diferentes. De hecho, es en la vuelta a las prácticas comunales a las que estuvo asociado el “flujo” en los tiempos pre-industriales donde Malm encuentra la única alternativa posible. Un proceso de adopción efectivo de energías renovables o sostenibles solo parece posible si se cambian las las relaciones de poder capitalistas, al menos para que se pueda evitar un precipicio que ya está a la vista. Habrá que ponerse en marcha pues como dice al final, “luchar desde una posición de derrota no es nada nuevo”.