NO MIRES ARRIBA

Por María Santana
Los dos años de epidemia que llevamos soportando y que han transformado los gestos más cotidianos parece que no alteran sustancialmente nuestra ilusión en el progreso y en los dispositivos científicos y tecnológicos. Cada día nos desconcierta más el hecho de encontrarnos aún acorralados por el virus. Pero seguimos esperando la solución médica definitiva, la explicación verdadera, la protección del Estado y la vuelta a la vida anterior (a una vida “normal”). Mientras tanto, despotricamos contra negacionistas o covidistas y matamos el tiempo con el consumo de productos de ocio.
A partir del encierro doméstico se han revitalizado las plataformas de televisión que ofrecen dinámicas de evasión y compensación emocional masivas. Sus productos son de usar y tirar. El hecho de que contraten a directores, guionistas y actores de cine no consigue compensar la calidad mediocre de lo que se exhibe. Las series o telefilmes se promocionan y adquieren fama durante unas semanas para dar paso rápidamente a la siguiente sin dejar huella en los televidentes. Lo curioso es la bendición como productos de calidad que están recibiendo. Frente al tiempo gastado en las redes sociales, darse un atracón de capítulos de la serie de moda empieza a ser valorado como alta cultura. Ser capaz de mantener la atención durante tres horas ya supone un esfuerzo intelectual para quienes están perdiendo la concentración en labores como la lectura o la resolución de problemas de cálculo. Por lo tanto, el ocio de masas reproduce un mundo cada vez más reconocible, familiar y que evita cualquier conflicto cognitivo, emocional o moral, en suma, facilita una experiencia de evasión confortable que, en muchas ocasiones, roza lo naif.
En este contexto se estrenó el telefilme No mires arriba centrado en la fantasía del choque de un cometa contra la Tierra que la destruiría por completo. Como espectadora, ya estaba predispuesta ante un producto con tanta aceptación, que despierta buenos sentimientos en plenas Navidades y repleto de grandes estrellas pertenecientes al espectro buenista de la industria del cine. La propia publicidad ha estado dirigiendo la interpretación ecologista del telefilme. En las imágenes promocionales aparecen los actores orgullosos explicando que el espectador se encontraría con una experiencia devastadora y divertida a partes iguales e insistiendo en la moraleja: hay que creer el la palabra de los científicos. Y, de hecho, esto es lo único que puede concluirse con claridad después de sus 138 minutos, porque no da alternativas ante la crisis de la Tierra, ni siquiera hay un reparto de responsabilidades éticas. Sus personajes simplemente se comportan de manera negligente, tal y como se espera de ellos. Sin más sorpresas que un final fatídico y poco creíble. Acaba siendo una pesadilla ñoña de la que despertaremos con unos buenos propósitos bastante vagos.
Nadie se lleva a engaño ante un producto cultural de masas. Sería muy ingenuo pensar que en el espectador vaya a haber un cambio de conciencia trascendental que germine en una acción autogestionada y colectiva que salvaría la Tierra. No es eso lo que se pretende, de ahí el uso del tono cómico que permite moverse en un registro frívolo incapaz de herir a nadie. A lo largo de las dos horas y media, lo único que hacemos es reafirmarnos en una serie de mensajes manidos que sabíamos que íbamos a encontrar.
Sin embargo, siempre se puede rascar algo más para tratar de ver qué relato del mundo se está fraguando desde la industria del entretenimiento. Y lo primero que me llama la atención es que se trata de una historia que se regodea en el modelo tanatopolítico que ya se había exhibido de manera impúdica en la serie de El juego del calamar. Durante mucho tiempo este tipo de lecturas siniestras del futuro habían aparecido casi exclusivamente en el ámbito del cine independiente o de autor. Hoy se puede encontrar en películas como el Joker en la que se celebraban los actos de un asesino en serie como si se tratará de una “víctima del sistema”. Los tiempos están cambiando y es inviable una gesta heroica repleta de testosterona como la que se narraba en Armagedon. Es decir, ya no hablamos de una propaganda que justifica ideológicamente la biopolítica, entendida como la gestión y manipulación de las formas en las que se manifiesta la vida, sino que vemos directamente cómo se va a organizar nuestra desaparición, la extinción de toda forma de vida.
Hasta hace poco, Agamben utilizaba el término de tanatopolítica para referirse a las situaciones en las que se encuentran las personas privadas de sus derechos y reducidas a objetos. Señalaba los campos de concentración y extermino como los lugares en los que se forjó el paradigma que hoy funciona en los centros de refugiados, los aeropuertos o los espacios entre fronteras. Éstos no-lugares se convierten en espacios “en el que el orden jurídico normal queda suspendido de hecho y donde el que se cometan o no atrocidades no es algo que dependa del derecho, sino sólo del civismo y del sentido ético de la policía que actúa provisionalmente como soberana1”. Es decir, igual que se trataron como objetos a las personas que fueron asesinadas en los campos de concentración, hoy se privan de derechos a los migrantes y refugiados que están ahora mismo en la frontera entre Polonia y Bielorrusia. Así, los dos países en disputa pueden ignorarlos, dejar que mueran de hambre y frío o, incluso, dispararles hasta matarles mientras el resto del mundo hace como si no existieran. Porque ya no son sujetos de derecho, sino objetos de gestión.
Aplicando la tanatopolítica a la industria del entretenimiento podemos preguntarnos: ¿qué sucede cuando los derechos y libertades quedan en suspenso no sólo en estos espacios sino en toda la Tierra? ¿cuando nuestra existencia queda estancada en ese estado de excepción? ¿cuándo nuestra salud, esperanza de vida, forma de vida y muerte dependen de la arbitrariedad del burócrata o el policía con el que nos topemos? La película es exactamente eso: nuestros protagonistas no son ni héroes, ni antihéroes, son unos desgraciados a quienes se les ignora y que asumen su propio final de manera sumisa. Absolutamente expropiados de cualquier decisión, derecho o posibilidad de acción ante algo que les supera de manera monstruosa. Tal y como vivimos el resto de nosotros. Si le quitáramos las risas y tratáramos de verlo como una historia realista, la vulnerabilidad de los personajes sería apabullante. En el fondo es un relato sobre la impotencia con la que tenemos que aceptar el tenebroso mundo en el que vamos a morir.
Recuerdo haber visto de niña la película Cuando el viento sopla. En ella aparecía un matrimonio mayor de una zona rural inglesa que vivía aterrorizado con la posibilidad de un ataque nuclear por parte de la URSS. En aquel momento se me escapó gran parte del trasfondo político de la historia, pero sí que me quedó clara la ignorancia en la que vivían los protagonistas, el desamparo, la desinformación y la aceptación de la catástrofe. Ni siquiera puedo poner en pié cómo acaba, lo que sí quedó indeleblemente grabado fue la fragilidad y la tristeza de esas dos personas abandonadas a su suerte. No mires arriba cuenta una historia similar, pero exorciza el terror mediante un humor infantil un tanto alucinado. Desde el histerismo de los personajes siempre tenemos conciencia de que es una fantasía improbable.

De hecho, aún estaríamos a tiempo de ponernos en las mejores manos. Porque la película se cuida mucho de señalar a los enemigos de la humanidad: quienes se venden por un puñados de dólares y engañan al ciudadano. No hay una crítica real al poder político, económico o científico, sino que se particulariza en unas u otras personas que están dentro de esos estamentos y que se han dejando seducir por intereses personales de lucro y poder. La clase científica de las universidades públicas, esos esforzados hombres y mujeres que buscan la verdad, salen indemnes. Y aquí se reproduce el cliché del científico con problemas en sus relaciones sociales, pero que está entregado en cuerpo y alma al saber.
Podemos respirar aliviados, porque el mayor villano, Donal Trump ya ha sido expulsado del Olimpo del poder. Ese hombre de negocios que se presentó como salvador de la patria y que se alzó como el mayor negacionista del cambio climático (y, a ratos, de la epidemia de covid-19). En relación con esta idea, en 2018 Bruno Latour publica Dónde aterrizar y señala el papel de Trump cuando las grandes potencias mundiales empezaban aceptar el fin de la ilusión del progreso y se estaba filtrando el discurso sobre el cambio climático en los medios de comunicación. En contraste con este acercamiento al problema medioambiental, Trump mantenía una suerte de “delirio epistemológico” al negar de manera taxativa algo que sabía que estaba efectivamente sucediendo.
Lo que se explica en Dónde aterrizar es que “no mirar arriba”, impedir que se produzca el conocimiento de lo que está pasando en el mundo, inserta a las personas en el caos cognitivo. A partir de esa negación todo se invierte hasta la locura. Como indicaba Latour, “la negación no es una situación cómoda. Negar es mentir fríamente y luego olvidar que uno mintió (y, pese a todo, recordar siempre la mentira)2”. Desgraciadamente, al telefilme que estamos analizando le interesa muy poco este delirio y lo muestra como un elemento jocoso más. Está toscamente expuesto, sin hacer chocar a los personajes con lo real material de los hechos y, por supuesto, sin permitirles un momento de soledad o intimidad para descubrir los entresijos de esa estrategia epistemológica. En definitiva, la negación de la presidenta y su cohorte tiene como origen las mezquindades humanas más ramplonas.
No debe sorprendernos el éxito de un título que pretende ser político y cuyo desenlace es tan pesimista. La epidemia de covid-19 no nos ha vuelto ni mejores ni peores, pero sí que ha alterado nuestra forma de estar en el mundo. Si en 2011 Lauren Berlant utilizaba el concepto de impasse para referirse a una temporalidad titubeante y suspendida, hoy podríamos decir que esta vivencia se ha agudizado. Berlant concebía esta percepción temporal como la de una conciencia dispersa y, en aparente contradicción, hipervigilante. Nos encontramos en un “tiempo de vacilación”, como si el tiempo se estirara a la espera de algún acontecimiento que transforme profundamente nuestro mundo. Y ahí estamos, sin tener ni idea de lo que hacer, a la espera, paralizados y asustados. Nos dice Berlant que “nos movemos con la sensación de que el mundo se ha vuelto, a un mismo tiempo, intensamente presente e intensamente enigmático3”. Sin embargo, en el momento en el que parece que todo se derrumba, el ser humano no es capaz de concebir con nitidez ninguna alternativa más que la resignación y la adaptación a cualquier cosa que suceda.
Por eso, permanecer en el impasse es un engaño, no hay forma de mantenerse a la espera, solo se trata de un refugio temporal en el que tratamos de desligarnos de cualquier responsabilidad. Esa renuncia a la autonomía se basa no sólo en las ruinas del progreso a la que hacíamos referencia al inicio, sino también en la sustitución de la responsabilidad por la culpa. Los no-héroes de nuestro telefilme son un buen ejemplo de esa sensación de culpabilidad: son sus pequeñas imperfecciones las que les impiden alcanzar el grado suficiente de eficiencia. El problema es que ella es una jovencita idealista, pero emocionalmente inestable y con una tendencia a la evasión psicotrópica. Mientras que él es un empollón provinciano que cae rápidamente en las trampas de la seducción femenina. Ni siquiera hay un juicio moral a la actitud infantil de ambos, porque ellos son exactamente iguales que nosotros: frágiles, volátiles y comodones. Así que todo su interés es delegar la responsabilidad, la deliberación y la acción. Solo llevan las malas noticias. En definitiva, es el propio ser humano el que no está a la altura de la situación.

Entonces, ¿nos merecemos el exterminio? Y aquí es donde la historia entra en una versión mainstream del nihilismo autodestructivo. En esta ocasión no es un espectáculo cruel en el que unos personajes desheredados se van matando unos a otros, como en el Juego del calamar. Aquí el relato del apocalipsis se consuma en un acto verdaderamente extraordinario que coloca al ser humano a la altura del mito infantil de los dinosaurios. Una desaparición brutal dista mucho de la muerte lenta y casi imperceptible a la que realmente nos acercamos. Pero todo en tono de fantasía, claro.
En cualquier caso, se abre la posibilidad cada vez más creíble de una Tierra y un universo sin nosotros. Quizás la humanidad esté realmente sobrevalorada, tal y como afirmaba el joven finés Pekka-Eric Auvinen justo antes de asesinar a ocho personas en su instituto en el año 20074. Evidentemente, no es lo mismo poner en cuestión lo humano y nuestra forma de vida que caer en la misantropía cínica y homicida. Sin embargo, pensar en que lo mejor que le puede pasar al planeta es nuestra desaparición sólo ahonda en la angustia y el sentimiento de haber sido abandonados a nuestra suerte. La fantasía de un universo frío que existiría al margen de nuestras mezquindades no alienta a la acción transformadora, ni consuela del malestar cotidiano.
Aun así y por muy urgente que sea la tarea de hacernos cargo de la Tierra como único lugar posible de nuestra existencia, la película consigue sortear la angustia porque no hay que tomársela en serio. Solo se parece un poco a nuestra realidad y, además, es un simple entretenimiento. Una parodia bufonesca que despierta risas de complicidad. Y, dentro de la caricatura, la presencia de varias mujeres no quiere decir que se hayan superado los estereotipos hollywoodienses más rancios: la jovencita encuentra el amor, la periodista seduce al hombre blanco, la presidenta ofrece un puesto a su amante y la esposa perdona al infiel marido. Todo para mayor gloria de la familia, todo en el mismo orden de siempre. En No mires arriba no hay sátira política, como se podía encontrar en In the loop, ni el humor negrísimo e incómodo de un autor como Ruben Östlund. Tampoco hay distancia irónica en los protagonistas, porque ni siquiera son antihéroes, sino unos pringados que casualmente se topan con un descubrimiento que no saben compartir. Es tan poco lo que quieren, que no se puede hablar de gesta o tragedia que haya puesto patas arriba su mundo, que hayan tenido que enfrentarse a grandes peligros o que les haya cambiado existencialmente.
La empatía del espectador con los dos protagonistas proviene del reconocimiento de esa falsa esperanza que supone el impasse en el que nos encontramos estancados mientras el mundo se va derrumbando a nuestro alrededor. Esta suspensión del tiempo solo puede ser rota por un trauma. Es lo que imaginamos que sucederá. Tras ese choque se impondrá un estado de excepción que alterará el orden de lo cotidiano. El suceso traumático se marcará de manera indeleble en las conciencias transformando radicalmente nuestra forma de ser. Este relato no deja de ser otra fantasía más de ese optimismo cruel que analizó Berlant y que nos sirve para aferrarnos al sentido. Hasta el militante político más pesimista, hasta el nihilista más radical anhelan un trauma, un revulsivo, un motín o, incluso, una revolución detrás de la cual todo se venga abajo. El único miedo que sigue latiendo en el interior del inconsciente colectivo y que se ha entrevisto en los momentos de crisis económica de Argentina o Grecia, es que tras ese momento sobrevenga el caos. Como nos adoctrina el liberalismo, el hombre es un lobo para el hombre. De modo que ese caos podría despertar la violencia que anida en el lado oscuro del ser humano. Este modelo de destrucción ya estaba presente en la exitosa película del Joker para impregnar las conciencias y atemorizarlas ante cualquier cuestionamiento de los dispositivos capitalistas.
Cuando nos volvemos hacia nuestra realidad común, nos damos cuenta de que el trauma no se suele manifiestar de manera tan espectacular. No tenemos más que recordar el confinamiento para comprobar nuestra capacidad de adaptación a cualquier situación de crisis. Como señala Berlant, “tanto para la historia como para la conciencia, la crisis no constituye una excepción, sino un proceso inmerso en lo corriente que se despliega en relatos acerca de los modos de atravesar lo abrumador5”. Lo extraordinario que podría suceder en este mismo instante no es más que la “amplificación de algo que ya estaba en funcionamiento”. Por eso, lo más habitual es que tratemos de seguir manteniéndonos a flote aunque sea en un mundo cada día más doloroso. No es paradójico que tras días de trabajo rutinario y de horas delante de una pantalla se anhele una crisis. La vida se ha vuelto una experiencia anodina y el trauma supone un “acontecimiento que satura el presente”.
En ese momento nos sentiríamos vivos, nos miraríamos a los ojos y, como en la escena final de nuestra historia, descubriríamos el verdadero y sencillo amor que nos une a los demás y al mundo. Habría un “excedente de significación” que en No mires arriba está simbolizado con el gesto de cogerse de las manos y sentirse, por primera vez en su vida, cerca de Dios. Y no del Dios de una confesión religiosa determinada, sino el de una vivencia numinosa primigenia y auténtica. Porque se acude a Él con gratitud y amor, no con miedo y desesperación. Frente a una vida en la que no tenemos control de nada, el apocalipsis puede llegar como un regalo. Por eso, en el momento en el que reconocen su impotencia para convencer a la presidenta, los protagonistas renuncian a cualquier acto y se someten al orden de los dispositivos. Aunque no salga en la escena, estamos seguros de que pagaron religiosamente la última cena que compraron en el supermercado para poder deleitarse en familia con una selección de platos precocinados. Así, elaboran una despedida de la vida serena y dócil. Un final digno de una existencia sumergida en la mediocridad.
Notas:
1 AGAMBEN, Giorgio (2006), Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-textos, p. 222.
2 LATOUR, Bruno (2021). Dónde aterrizar. Cómo orientarse en política. Barcelona: Taurus editorial, p. 40.
3 BERLANT, Lauren (2020), El optimismo cruel. Buenos Aires: Caja negra, p. 24.
4 Este era el lema que lucía en su camiseta en el vídeo que grabó antes del ataque homicida y posterior suicidio.
5 BERLANT, Laurent (2020), El optimismo cruel, op. Cit., p. 33.