¡LOS ASESINOS ESTÁN ENTRE NOSOTROS!, LE GRITÓ RICK DECKARD AL HOMBRE ESPECIAL.
Philip K. Dick y los androides que sueñan (Segunda parte)
Por Diego Luis Sanromán
Tres de enero de 1992, futuro anterior. Nos encontramos no en Los Ángeles, sino en una San Francisco mutada y degradada. La Guerra Mundial Terminal [World War Terminus, GMT] ya ha tenido lugar, pero en esta forma de bautizar al último conflicto hay algo de oscura ironía. No acertaríamos a decir si se trata de un final de línea, de la última de las guerras posibles –algo difícil de sostener cuando hay implicados seres humanos-, o bien de aquella contienda que habrá de acabar con cualquier forma de vida conocida sobre la tierra: terminal, pues, de la misma manera que lo son ciertas enfermedades letales. Ambas posibilidades, por lo demás, no son contradictorias sino complementarias. A estas alturas ya nadie se acuerda, en cualquier caso, de por qué estalló la guerra ni de quién la ganó, si es que hubo algún vencedor. La Tierra se ha vuelto prácticamente inhabitable, eso sí parece claro, y los escasos pobladores que aún quedan en ella están continuamente sometidos a mensajes que los conminan a escapar. “¡Emigra o degenera!” es el lema.
A Dick le bastan apenas una docena de páginas (1) para presentarnos el mundo de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? y a los dos personajes principales que nos guiarán a lo largo de la novela. Como en cualquier obra de ciencia ficción, la descripción de la tecnosfera en la que se desarrolla la acción resulta fundamental para hacer que el lector se impregne de la atmósfera de lo narrado y para marcar el tono de lo que se encontrará más adelante. El mundo de Sueñan los androides… responde al imperativo ciberpunk “High Tech, Low Life” casi dos décadas antes de que el término mismo se hubiera acuñado. La GMT ha dejado como uno de sus aciagos legados la pertinaz presencia de partículas radiactivas en suspensión que oscurecen perennemente el sol, hacen casi inviable la vida animal sobre la superficie terrestre y obligan a los hombres a recurrir a los protectores genitales de plomo Mountibank (2). El Departamento de Policía de San Francisco cuenta con equipos médicos para determinar la salud genética de los que sobrevivieron al conflicto y decidieron o se vieron obligados a permanecer en la Tierra. Los dictámenes de esta especie de policía eugenésica han contribuido a generar un nuevo sistema de castas en el planeta: los intocables son ahora aquellos que han sido declarados incapacitados para la reproducción, aunque todo el mundo sabe que tarde o temprano se verá igualmente afectado. Nada escapa al proceso de degradación que lo consume todo, ni siquiera la composición cromosómica de los individuos. Los coches aéreos [hovecars] horadan la espesa niebla radiactiva y no hay hogar terrestre que no cuente con tres electrodomésticos básicos: un órgano de ánimos Penfield, un televisor y una caja negra de empatía. El nombre del órgano de ánimos no es casual; está inspirado en el del neurocirujano canadiense Wilder Penfield (el del famoso homúnculo), que durante las décadas de los cuarenta y los cincuenta llevó a cabo experimentos en los que estimulaba distintos puntos de la superficie del cerebro humano sirviéndose de una pequeña corriente eléctrica. El órgano anímico de la novela es una versión mejorada y más sofisticada del instrumental de Penfield que permite a los personajes elegir, dentro de un enorme catálogo de opciones, la respuesta afectiva y la coloración emocional que mejor responda a una situación dada o más se pliegue a sus deseos, o incluso hacer que la máquina desee por ellos.
“-No puedo pedir un número que estimula mi corteza cerebral para que desee discar otro. No quiero discar nada, y el tres menos aún, porque entonces tendré el deseo de discar, y no puedo imaginar un deseo más descabellado” (3).
Si el órgano de ánimos es una máquina manifiestamente solipsista que sirve para que el individuo pueda controlar y regular sus propias respuestas emocionales, tanto la televisión como la caja de empatía son, por el contrario, medios de información y de comunicación. Aunque hay un matiz que no debe descuidarse: son rivales e incluso enemigos entre sí. La tele, que emite desde Marte durante veintitrés horas al día los trescientos sesenta y cinco días del año terrestre, está bajo el control omnímodo del Amigo Buster [Buster Friendly], y es por su propia naturaleza un aparato que convoca a sus usuarios de forma pasiva. “Buster era la persona viva más importante, a excepción, por supuesto de Wilbur Mercer” (4). La caja de empatía (5), por el contrario, es una suerte de terminal informático-neuronal que permite conectar a los individuos humanos entre sí y padecer en propia carne el calvario al que continuamente se ve sometido Wilbur Mercer, el Viejo de la Colina, una especie de nuevo profeta o de hombre-dios virtual. Basta con agarrar sus asas para verse transportado a una experiencia de comunicación mística. En definitiva, el televisor es como nuestros televisores; la caja de empatía se asemeja más a un ordenador personal conectado a una suerte de red social global empático-religiosa.
La tecnología que ha puesto la vida al borde de la extinción también se ha revelado capaz de replicarla artificialmente. “Primero habían muerto –era extraño- los búhos” (6). Los animales se han convertido en un producto de lujo y la mayoría de la población tiene que conformarse con poseer copias cibernéticas, ovejas eléctricas por ejemplo. Otra herencia de la GMT es el Luchador Sintético por la Libertad [Synthetic Freedom Fighter], un robot humanoide o –mejor, apostilla Dick- un androide orgánico, que había sido modificado para ponerse al servicio de la colonización espacial posbélica. En septiembre de 1960, la revista Austronautics publicaba un artículo ya convertido en un clásico y que es muy probable Dick tuviera ocasión de leer. El texto en cuestión se titulaba Los Cyborgs y el espacio (7) y en él sus autores, Manfred Clynes y Nathan Klyne, utilizaban por primera vez el término cíborg en un contexto tecnocientífico y anunciaban que sería el cíborg el que liberaría al hombre para que pudiera explorar toda la inmensidad del espacio extraterrestre. En la novela, los viejos androides guerreros han sido modificados para facilitar dicha exploración y se han convertido en máquinas imprescindibles del programa de colonización.
“Según las leyes de la ONU todo emigrante debía recibir un androide civil a su elección; y en 1990 la variedad de androides civiles excedía todo lo imaginable, como había ocurrido con los coches americanos en la década de 1960” (8).
Este es el mundo en el que viven los dos personajes principales de la novela: Rick Deckard, un inexperto cazador de recompensas, y John Isidore, conductor de un camión para el Hospital de Animales Van Ness, una empresa de reparación de animales de imitación. Como muy bien ha analizado Patricia S. Warrick, es el desarrollo paralelo de las trayectorias de ambos personajes el que articula toda la novela. La mente de ambos personajes está en movimiento –señala-, pero puesto que los puntos de partida de ambos ocupan polos opuestos, sus movimientos se contrarrestan mutuamente (9). Deckard es la personificación de la ley y la lógica (10); en él dominan las funciones del hemisferio derecho del cerebro; tiene un punto esquizoide y esto lo aproxima a los andrillos [andys] a los que debe eliminar. Isidore representa, por el contrario, la intuición y el afecto; se ocupa del cuidado de los otros y siente empatía por cualquier criatura viva o por cualquier ser que se asemeje a una criatura viva; en su caso dominan las funciones del hemisferio izquierdo y los rasgos esquizofrénicos.
La novela arranca con dos escenas de corte doméstico y costumbrista que están muy alejadas del tono que adoptará después el guión de Fancher-Peoples. Comienza la jornada y Dick nos introduce directamente en el dormitorio conyugal del matrimonio Deckard. Iran, la esposa, quiere sentir soledad y desesperación auténticas y para ello ha programado seis horas de depresión auto-acusatoria en su órgano Penfield. Cuando repara en que Rick quiere modificar el programa para que tenga una jornada más animosa, se inicia una pelea más propia de un melodrama o de una comedia romántica que de una obra de ciencia ficción:
“-Aparta tu grosera mano de policía –dijo ella. -No soy un policía –se sentía irritable, aunque no lo había discado. -Eres peor –agregó su mujer, con los ojos todavía cerrados-. Un asesino contratado por la policía. -En la vida he matado a un ser humano. Su irritación había aumentado, y ya era franca hostilidad. -Solo a esos pobres andrillos” (11).
La siguiente escena nos sitúa en la azotea del edificio, en el lugar que los vecinos tienen asignado para el cuidado de sus animales domésticos, artificiales o no, algo así como una proyección futurista de los jardincitos típicos de las zonas residenciales estadounidenses de mediados del siglo XX. Allí Deckard se encuentra con su vecino de parcela Barbour, que le anuncia que su yegua está preñada. Según el Catálogo de Aves y Animales de Sidney –se informa Deckard-, un potrillo valdría cinco mil dólares conforme al precio nacional vigente. Eso si hubiera existencias de potrillos, claro está. El blade runner tiene que conformarse con su oveja eléctrica. En otro tiempo, la oveja había sido una oveja auténtica llamada Groucho, que el padre de Iran había regalado al matrimonio antes de abandonar la Tierra, pero Deckard mató al animal por accidente y tuvieron que sustituirlo por una réplica artificial. “Usted sabe cómo piensa la gente de quien no cuida de un animal –le advierte Barbour-; consideran que eso es inmoral y antiempático. Quiero decir, técnicamente. No es un crimen, como después de la GMT. Pero el sentimiento perdura” (12). La motivación principal de Deckard a lo largo de toda la novela será pues obtener el dinero suficiente para restituir la oveja original o bien conseguir cualquier otro animal vivo. A mil dólares por cabeza, tendría suficiente con retirar cinco andrillos. “Pero antes, los cinco andrillos deberían llegar a la Tierra desde alguno de los planetas-colonia. […] y el decano de los cazadores de bonificaciones de la zona, Dave Holden, debería morir o retirarse” (13).
Si el lector no conoce la novela de Dick o bien leyó la novela después de haber visto la película de Ridley Scott, algo que es altamente probable que ocurra desde que esta se estrenó en 1982, sin duda se verá sorprendido por esta dimensión hogareña de Rick Deckard. Al contrario que el blade runner de la película, el cazarrecompensas de la novela es un hombre casado y de aspiraciones más bien mediocres, un asesino de androides todavía en rodaje. Pero hay además otra diferencia notable entre ambos y que atañe a su aspecto físico. Dick no nos ofrece una prosopografía del personaje hasta el capítulo diecinueve de la novela, y el libro consta solo de veintidós capítulos, lo que significa que casi con toda seguridad el lector habrá estado imaginando hasta ese momento a Deckard bajo la contundente apariencia de Harrison Ford: como la imagen misma del detective hard-boiled, alguien a mitad de camino entre el Philip Marlowe de Chandler y el Mike Hammer de Spillane. En la novela, sin embargo, cuando por fin conseguimos ver a Deckard lo hacemos a través de los ojos de John Isidore, y es así cómo nos lo presenta Dick: “Cara redonda, lampiña, rasgos suaves, como de burócrata. Metódico pero informal. Y no tenía el aspecto de un semidiós, como Isidore esperaba” (14).
La noche del once de mayo de 1960, Otto Adolf Eichmann, hijo de Karl Adolf y Maria Schefferling, coronel de las SS y principal responsable del transporte de los deportados a los campos de concentración que los nazis habían ido sembrando por todo el continente europeo durante la II Guerra Mundial, era detenido en un suburbio de Buenos Aires. Poco menos de un año después comparecía ante el tribunal del distrito de Jerusalén acusado de quince delitos, entre ellos los de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. En 1963, el mismo año en el que Dick recogía su premio Hugo por El hombre en el castillo, Hannah Arendt publicaba en forma de libro el largo reportaje sobre el proceso que había realizado para la revista New Yorker. El libro, titulado Eichmann en Jerusalén, llevaba como subtítulo Un estudio sobre la banalidad del mal, y pronto se convirtió en un superventas y en motivo de escándalo y de debate entre ciertos sectores de la intelectualidad israelí y norteamericana. Dick siguió el juicio y leyó el libro de Arendt con igual fascinación. De Eichmann sorprendía que tuviera poco o nada del superhombre nórdico de la mitología nacionalsocialista. No estaba lo que se dice dotado del aspecto de un semidiós. Llevaba unas gruesas gafas de pasta, tenía el rostro lampiño, de rasgos suaves. Como los de un burócrata, metódico pero informal. Cuando lo interrogaron ante el tribunal, declaró: “Jamás he matado a un ser humano” (15). Los mismos términos con los que Deckard se defiende frente a su mujer. Para Hannah Arendt, era el epítome del mal convertido en cotidianeidad bajo el régimen hitleriano. Para Dick, era la imagen misma del androide-esquizoide, ese ser que cubre su rostro con una máscara humana pero no es humano. Ya lo hemos señalado más arriba: para cazar androides, para eliminar el mal, Deckard tiene que conducirse en cierto modo como si fuera un androide.
John Isidore es uno de los personajes que los guionistas de Blade Runner sacrificaron en el trasvase del texto a la película, o que cuando menos transformaron hasta el punto de volverlo prácticamente irreconocible en la versión cinematográfica. No es difícil reconocer en él la inspiración del ingeniero genético J. F. Sebastian, pero se trata de otra cosa. De hecho, la metamorfosis del personaje dice mucho sobre los distintos intereses que animaban a Dick en el momento de escribir la novela y al equipo dirigido por Ridley Scott en el momento de desarrollar el guión. A Scott le interesaba en especial la figura del replicante, la cuestión de la caducidad de su existencia, la relación de este con su creador. De ahí que Sebastian sea un diseñador genético afectado por el “síndrome de Matusalén”: su condición de ente fugaz lo acerca a los androides y su profesión lo convierte en el intermediario perfecto entre el oscuro demiurgo Eldon Tyrell y sus atribuladas criaturas. En la película casi no queda huella de la obsesión que los personajes de la novela, y en particular sus dos protagonistas, sienten por los animales, sean estos artificiales o no. Para Deckard los animales son una marca de estatus; para Isidore, seres en los que depositar su amor inexhaustible.
Isidore es un especial, un apestado en términos genéticos, un cabeza de chorlito [chickenhead] que ni siquiera ha sido capaz de aprobar el test de facultades mínimas. Un idiota. Vive al sur de San Francisco, una zona invadida por el polvo radiactivo en la que todo el mundo ha muerto o emigrado, en el interior de un “ruinoso edificio de mil apartamentos deshabitados que, como todos los demás, se derrumbaba de día en día en un deterioro entrópico creciente” (16). Este proceso de degeneración entrópica tiene un nombre: kippel, y el kippel tiene sus leyes, que John Isidore conoce bien. El kippel es todo ese desorden de objetos inútiles y abandonados que poco a poco lo invade todo, y especialmente los lugares desolados. Cuando no hay gente –advierte Isidore-, el kippel se reproduce a pasos agigantados, y su primera ley es una variación de la ley de Gresham sobre la mala moneda: el kippel acaba por expulsar al no-kippel. O dicho de otro modo, la entropía acaba por imponerse a cualquier proceso neguentrópico. Este es el primer principio del mal ontológico, según Dick. La entropía es el Demonio, el destructor de formas. Deckard, convertido en su agente involuntario, reflexiona así al respecto:
“Solo podemos escapar por un rato. Y los andrillos pueden escapar de mí, y sobrevivir un rato más. Pero los alcanzaré, o lo hará algún otro cazador de bonificaciones. En cierto modo, observó, yo soy una parte del proceso de destrucción entrópica de las formas. La Rosen Association crea y yo destruyó. O al menos, eso debe parecerle a los androides” (17). Alejado de toda compañía humana o animal, Isidore divide su existencia doméstica entre la televisión y la caja negra de empatía. Como ya se ha señalado, la caja de empatía es una especie de pequeño televisor dotado de asas y el principal instrumento de la liturgia merceriana. Cuando los fieles encienden el aparato y sujetan dichas asas, se encuentran siempre con el mismo escenario y la misma escena: Wilbur Mercer, una figura arquetípica que está a medio camino entre el Sísifo que asciende eternamente su montaña y el Cristo que sufre su calvario, sube una y otra vez su colina, penosamente, siempre bajo la amenaza de la pedrada definitiva. La caja no solo permite contemplar la escena, sino también vivirla desde dentro, fundirse místicamente con Mercer y con todos aquellos que en ese momento estén conectados a él. “La fusión física, acompañada por la identificación mental y espiritual con Wilbur Mercer, había vuelto a producirse. […] Sintió a los demás, escuchó en su mente el rumor de sus existencias individuales y el parloteo de sus pensamientos” (18). Así pues, cuando Mercer sufre, todos los mercerianos padecen con él y se regocijan en su dolor.
En 1950, en el número 49 de la revista británica Mind se publicaba un artículo titulado Computing Machinery and Intelligence [Maquinaria computacional e inteligencia] en el que su autor, Alan Turing, se planteaba la siguiente pregunta: ¿pueden pensar las máquinas? Es decir, ¿pueden pensar las máquinas como piensan los seres humanos? Con el fin de dar respuesta a esta cuestión, Turing proponía un juego al que bautizó como el “juego de la imitación”, y que más tarde se haría conocido como test o prueba de Turing. Básicamente consistía en aislar a un examinador humano, a un candidato máquina y a un candidato humano en tres habitaciones diferentes. A través del teclado de un ordenador o de cualquier otro medio disponible, el examinador debía lanzar una serie de preguntas que le permitirían determinar quién era el hombre y quién la máquina. “Creo que en un periodo de tiempo de 50 años –pronosticaba Turing- será posible programar computadores, con una capacidad de almacenamiento de alrededor de 109, para que puedan jugar el juego de la imitación de tal manera que el interrogador promedio no pueda obtener más de un 70 por ciento de posibilidades de hacer la identificación acertada luego de cinco minutos de preguntas. […] Creo que cuando lleguemos a finales de siglo […] uno podrá ser capaz de hablar de máquinas pensantes sin esperar ser contradicho” (19). Dick se topó con el artículo hojeando una antología sobre el tema (20) y se planteó el mismo problema que Turing: ¿llegará un momento en que no seamos capaces de distinguir entre seres humanos y máquinas? ¿Existe alguna característica irreductiblemente humana, una diferencia específica que sea imposible reproducir por medios cibernéticos? La respuesta del autor de Sueñan los androides… es sí: la empatía.
Pero considerar, como hace Dick, que la empatía es aquello que nos hace humanos tal vez tenga algo de apriorismo arbitrario. No hay razones de peso para elegir dicha característica en lugar de, por ejemplo, una refinada crueldad, la risa o el sentido del humor. De hecho, ahora sabemos que la “capacidad simpática” no es una característica exclusiva de los seres humanos, aunque sí lo sea de ciertas formas muy complejas de vida como los primates (21). Nada nos impide, sin embargo, aceptar el juego del novelista y ver qué consecuencias pueden derivarse de una hipótesis de partida como la siguiente: “el rasgo específico de los seres humanos y aquello que los distingue de los androides es la empatía”. Anthony Boucher le había dicho al joven Dick que la ciencia ficción consistía fundamentalmente en plantearse preguntas del tipo What if…? y desarrollar una o varias respuestas plausibles. Lo mismo podría decirse de la especulación filosófica o de la teología considerada, a la manera borgesiana, como un subgénero de la ciencia ficción. Si la empatía es el bien, aquello que nos hace de verdad humanos, el mal ha de ser necesariamente su contrario, digamos la apatía, la incomunicación y el completo aislamiento emocional. No tanto, pues, el dolor que podamos causar a los otros –aunque también-, sino más bien la indiferencia ante el dolor ajeno y la incapacidad de sentir compasión por el que sufre. Si el androide representa para Dick uno de los avatares privilegiados del mal moral es porque es un mero espectador, tal vez más aterrador que el propio asesino, una “figura que mira pero no presta ayuda, que no ofrece su mano”, como aquel miembro de las SS al que lo único que le preocupaba era que el llanto de los niños hambrientos no le dejara dormir.
El mundo en el que vive Deckard es un mundo post-Turing, que ya ha superado con creces el umbral que el matemático británico estableciera a mediados del siglo XX. Las máquinas pensantes son un hecho y la proporción entre androides y biohumanos se acerca ahora a la proporción entre esclavos y hombres libres que se daba en la Atenas de la época clásica. Como entonces, toda la organización económica de la sociedad posbélica de la novela reposa sobre la producción de esa mano de obra esclava, en el doble sentido de la expresión producción de. “La manufactura de androides ha llegado a ligarse tanto con el desarrollo de la colonización –reflexiona Deckard en algún momento- que si aquella se derrumbara, este le seguiría a su vez” (22). En consecuencia, los androides constituyen, al igual que los esclavos, una necesidad básica e insoslayable y al mismo tiempo una perpetua amenaza de sedición. Quienes hayan visto la película de Scott, recordarán la sentencia del blade runner: si resultan benéficos, no son un problema (23). El problema comienza cuando se rebelan contra su condición de esclavos y deciden retornar a la Tierra, cuna y a la vez tumba de sus ancestros humanos. Entonces, deben ser eliminados.
En un mundo así el criterio de demarcación de lo humano no puede ser la inteligencia, se defina esta como se defina. No es el intelecto, sino el afecto el que permite discriminar al androide. Por eso, el viejo juego de la imitación turinguiano ya no resulta de ninguna utilidad para los cazadores de replicantes. Estos cuentan ahora con una tecnología desarrollada por Voigt para el Instituto Pávlov de la Unión Soviética y más tarde perfeccionada por Kampff en el año 1989, una sofisticada variante de la máquina de Turing que sirve para medir el nivel de empatía de los sujetos sometidos a examen. El artefacto está provisto de un disco adhesivo que mide la dilatación capilar en la región facial y de un delicado proyector lumínico que registra la tensión ocular cuando dicho sujeto responde a las preguntas que le hace el entrevistador. La eficacia del test no está, sin embargo, plenamente probada: 1) porque, como ha establecido un grupo de psiquiatras de Leningrado, una pequeña porción de seres humanos (las personalidades esquizoides, por ejemplo) no podría pasar la prueba; y 2) porque la última generación de androides, los Nexus-6, se asemeja tanto a los seres humanos que las fronteras entre la vida inteligente y sintiente y su mera réplica artificial han comenzado a difuminarse.
Con todo y como bien saben los seguidores de Blade Runner, este será el test que Dave Holden (Morgan Paull) utilice para identificar a Leon Kowalski (Brion James) en la primera secuencia de la película, y del que se sirva Rick Deckard, tanto en el film como en la novela, para desenmascarar la identidad androide de Rachel Rosen (Sean Young). Pero, en buena medida, si el texto original resulta tan atractivo y puede devenir en un estimulante para la reflexión del lector es porque se construye a partir de un juego de reflejos especulares, de un baile de identidades movedizas en el que los personajes se transforman –o cuando menos, en ciertos casos, aspiran a transformarse- en sus contrarios. Las fronteras han perdido, en efecto, la nitidez de antaño y uno nunca puede estar seguro de no ser o de no acabar convertido en un androide. ¿Cómo saber si uno sigue siendo uno mismo o su replica artificial? Ni siquiera el test Voigt-Krafft puede ya garantizárnoslo con completa seguridad. En cierto pasaje oímos decir a Deckard: “A un androide no le importa lo que le ocurra a otro androide. Esa es una de las señales que buscamos”. A lo que una supuesta replicante responde: “Entonces, usted debe ser un androide” (24).
Sueñan los androides… es en cierto sentido un engranaje de reverberaciones múltiples. Los tribunales con sede en la calle Lombard, en los que está emplazada la oficina del inspector Harry Bryant, para quien trabaja Deckard, tienen su subrogado androide en la calle Mission. Allí Deckard se encuentra con el cazarrecompensas Phil Resch, que sin saberlo ha vivido a las órdenes de un grupo de policías replicantes durante tres años –o eso cree él- y que se revela como un blade runner mucho más eficiente que el protagonista precisamente por estar libre de cualquier forma de empatía hacía sus virtuales presas. Resch es pues una versión mejorada de Deckard, un biohumano que deviene androide, del mismo modo que hay androides que pugnan por convertirse en humanos. Deckard anhela llegar a ser un cazador tan competente como Resch o su colega Dave Holden, pero ciertos rasgos humanos-demasiado-humanos de su personalidad terminan por frustrar su empeño. Siente empatía por los andrillos, en particular por los andrillos hembra, y eso le llevará a plantearse abandonar su profesión.

Rachael es el fantasma del deseo de Deckard, la sustituta erótica de su esposa Iran. Una ginoide que se creía humana y a la que Deckard despierta a la conciencia de su identidad como replicante. A los ojos de Deckard, sin embargo, se produce un intercambio de papeles entre ambos personajes. “La mayoría de los androides que he conocido –confiesa- tenían más deseos de vivir que mi esposa. Iran no tiene nada que ofrecerme” (25). Por otro lado, si Deckard cosifica a Rachael al descubrirle que es un androide, Rachael a su vez humaniza a Deckard al hacerle sentir empatía por sus congéneres replicantes sirviéndose del sexo. Bien avanzada la novela sabremos que, al obrar así, Rachael en realidad se ha conducido con la frialdad de una máquina: no siente verdadera atracción por Deckard y su auténtica finalidad consiste en convertir al protagonista en un ser inhábil para la caza de andrillos, pero para entonces la transformación ya se ha producido en el blade runner. Y probablemente también en ella. En un pasaje lleno de patetismo, Rachael se pregunta: “¿Cómo es tener un hijo? ¿Y cómo es nacer? Nosotros no nacemos, no crecemos. En lugar de morir de vejez o enfermedad nos vamos desgastando. Como hormigas, eso es lo que somos. No hablo de ti, sino de mí. Máquinas quitinosas, con reflejos, que no viven de verdad” (26). Rachael quiere estar viva. Plenamente. Es decir, ser humana.
Una misma voluntad mueve a la replicante Luba Luft, otro personaje de la novela que fue eliminado en el guión cinematográfico. Luba Luft es una cantante de ópera procedente de Alemania que se ha incorporado recientemente a la Ópera de San Francisco. En la película sería sustituida por Zhora, la briosa bailarina de variedades a la que interpreta Joanna Cassidy. Cuando Deckard se topa por primera vez con Luba, la ginoide se encuentra sobre el escenario interpretando el papel de Pamina en La flauta mágica de Mozart, en un dúo con Papageno que hace que al cazarrecompensas se le llenen los ojos de lágrimas. El personaje de Luba Luft tiene un peso determinante en el desarrollo de Sueñan los androides… por diversos motivos. Aunque tal vez el fundamental resida en que la suya es de nuevo una de esas identidades huidizas que hacen que él lector se replantee sus expectativas acerca de lo que significa ser humano.
“La verdad es que no me gustan los androides –reconoce en el capítulo doce-. Desde que llegué de Marte, mi vida ha consistido en imitar a los seres humanos, en hacer lo que hacen las mujeres humanas, imaginando que tenía sus impulsos y pensamientos, tratando de asemejarme a lo que considero una forma de vida superior” (27).
Podría decirse que Luba Luft es un androide que se halla a un solo paso de alcanzar esa vida superior. Para el melómano Dick, y también para su blade runner protagonista, llegar a interpretar una ópera de Mozart era sin duda una de las experiencias más radical y eminentemente humanas que pudieran vivirse. Luba Luft es una intérprete de ópera, lo que significa que está dotada de habilidades artísticas, una característica que –por lo que sabemos- no se da en ninguna otra especie que no sea la nuestra. La segunda vez que Deckard se encuentra con la cantante es en una exposición del pintor noruego Edvard Munch, donde el personaje se revela además dotado de una fina sensibilidad estética, otro rasgo que intuitivamente nos costaría reconocerle a un ente artificial. Luba se queda prendada en particular del cuadro titulado Pubertad. La obra, que no se describe en la novela, representa a una muchacha desnuda sentada al borde de una cama, cubriéndose el sexo con las manos, acechada por algo que no sabemos si es su propia sombra o un oscuro ectoplasma. No es difícil colegir que la ginoide proyecta en la figura del cuadro su propia sensación de orfandad, precariedad y desamparo. Luba Luft será otra de las mujeres –en realidad, la primera- que lleve a Deckard a plantearse la legitimidad moral de su oficio, al punto de que se ve incapaz de realizar el trabajo que le ha sido encomendado y debe dejar la ejecución de la replicante en manos de Phil Resch. Una vez realizada la tarea, Deckard le pregunta a su colega: “¿Cree usted que los androides tienen alma?” (28).
Si, como hemos establecido, la empatía es la unidad de medida que nos permite distribuir las distintas formas de comportamiento de los personajes en el dinamómetro de lo humano, no debería costarnos admitir que Luba Luft alcanza tal vez el grado más alto entre todos los androides que aparecen en la novela. Del mismo modo que Resch es un biohumano que deviene androide, Luba es una ginoide que deviene humana gracias a la mediación del arte. Pero sin duda el nivel más alto en lo que a capacidad empática se refiere le corresponde al especial John Isidore. Isidore es una suerte de príncipe Myshkin ciberpunk, la encarnación misma de la simplicidad evangélica y la bondad espontánea. Es la forma más acabada de merceriano. Ya lo hemos dicho más arriba: Isidore ama a hombres, bestias y máquinas por igual; en principio, su compasión no conoce límites. Pero también es un personaje dinámico, en mutación, pues de lo contrario carecería de todo interés dramático. Tampoco Isidore puede escapar de hecho a la maldición trágica que condena a los hombres a hacer el mal aunque no lo quieran. Isidore, el idiota caritativo, mata en dos ocasiones a lo largo de la novela. La primera tiene lugar de forma accidental, cuando confunde al biogato que le ha confiado una cliente de la empresa para la que trabaja con una réplica artificial. El accidente, sin embargo, servirá para que el propio personaje descubra y nos descubra que no es tan especial ni tan estúpido como creía. La segunda es paradójicamente un acto de compasión: Isidore sacrifica a la araña a la que han estado martirizando los androides que alberga en su edificio. “John Isidore la hizo a un lado, cogió a la criatura mutilada y la llevó al fregadero. Allí la ahogo, y mientras tanto se ahogaban también su mente y sus esperanzas, tan rápidamente como la araña” (29). Este episodio tiene el valor de una segunda epifanía para el personaje. Ha descubierto el carácter inhumano, monstruoso, de aquellos con los que había conectado empáticamente y al mismo tiempo él se ha descubierto capaz de ejercer violencia sobre un ser vivo. Los prejuicios que daban sentido a su interpretación del mundo han entrado en crisis. Isidore es así un creyente que duda.
La contraparte de Isidore y el principal contrincante de Rick Deckard es Roy Batty. Es cierto que el personaje no tiene en la novela la misma relevancia ni está tan desarrollado como en la película. No espere el lector encontrarse en este caso con el famoso monólogo que el replicante declama al final del film y que, como es bien sabido, es en parte resultado de una improvisación del actor Rutger Hauer. Aquí no hay “lágrimas en la lluvia” ni “rayos C brillando en la oscuridad”, pero la dimensión trágica del personaje se expresa por otras vías. A este respecto, conviene citar por extenso el fragmento de su ficha policial que aparece en la novela:
“Roy Batty tiene una aire agresivo y decidido de autoridad ersatz. Dotado de preocupaciones místicas, este androide indujo al grupo a intentar la fuga, apoyando ideológicamente su propuesta con una presuntuosa ficción acerca del carácter sagrado de la supuesta “vida” de los androides. Además, robó diversos psicofármacos y experimentó con ellos; fue sorprendido y argumentó que esperaba obtener en los androides una experiencia de grupo similar al del Mercerismo que, según declaró, seguía siendo imposible para ellos” (30).

“Seréis como dioses”, tal es la promesa de Batty. Su magnitud como personaje descansa justamente en esta dimensión que podríamos denominar demoníaca. Batty es un Espartaco futurista, un libertador de los esclavos androides que fundamenta su llamamiento a la revuelta en algo que para el redactor del informe policial no es más que una añagaza ideológica, pero que para los perseguidos constituye una esperanza bien real: el reconocimiento del valor de la vida replicante. Ser como dioses, ser como ellos, ser como los hombres: avanzar un paso más en el proceso evolutivo, ese es el objetivo. Batty, como Prometeo, llegará incluso a robar el fuego lisérgico que permita liberar a los suyos y convertirlos en seres plenos. Pero su osadía se verá castigada con el fracaso, pues Mercer no se revela a los androides, y finalmente con la destrucción.
Dick sublima esta lucha entre lo humano y su alienación androide en la lucha entre Buster Friendly (la televisión) y Wilbur Mercer (la caja de empatía). ¿Por qué compiten ambos? En el capítulo siete, Dick pone la siguiente reflexión en la cabeza de John Isidore: compiten “por nuestras mentes […]. Luchan por el control de nuestro yo psíquico” (31). De un lado se encuentra la irónica suficiencia del intelecto androide y del otro la fantasía religiosa. A lo largo de buena parte de la novela Buster amenaza con un anuncio que hará temblar los pilares del mercerismo. Cuando por fin llega la revelación, nos enteramos de que, en realidad, la escena del anciano en la colina con la que comulgan los merceristas no es más que una ficción televisiva protagonizada por un viejo actor de segunda, alcohólico y olvidado. Todo era, pues, una farsa.
Como muy bien ha analizado Emmanuel Carrère (32), la revelación de Buster Friendly sería el trasunto de un acontecimiento histórico real que tuvo un notabilísimo impacto en la conciencia religiosa de Dick: el descubrimiento de los rollos de Qumrán, también conocidos como los manuscritos del Mar Muerto. De dicho descubrimiento se derivaban consecuencias demoledoras para los fieles cristianos, la fundamental de las cuales podría resumirse en la idea de que Jesús era a lo sumo uno de los muchos predicadores que abundaban en Palestina al comienzo de nuestra era. Y en el peor de los casos, un mero impostor como Mercer. ¿Qué actitud podía adoptar un creyente ante tal acontecimiento? Sabemos también por Carrère que Dick se pasó unos tres años discutiendo sobre la cuestión con su medio suegro, el obispo episcopaliano James Albert Pike (33). En los debates, Pike adoptaba la posición del crítico implacable, mientras que Dick apostaba por la vieja “fe de nuestros padres”. Si Pike era el Amigo Buster, Dick era John Isidore, o bien el Deckard converso del final de la novela. La moraleja que podría extraerse de todo el asunto resulta bastante descorazonadora y en realidad se reduce a esto: una ilusión puede ser preferible a la ironía del descreído. Dick se revelaba así como un “consecuencialista” ético que venía a afirmar que las creencias son buenas si contribuyen al desarrollo de lo que nos hace cabalmente humanos. Puede que Jesús sea un farsante, una hueca ficción, puede que también lo sea Mercer, pero lo cierto es que lo que inspiran en sus acólitos no tiene nada de ficticio. Aunque el motivo sea una falsedad, las consecuencias son beneficiosas. Y siempre serán preferibles al frío y funesto racionalismo del androide Buster.
(Continuará. Para ver la primera parte aquí )
Notas:
1 De la edición de bolsillo en castellano: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Philip K. Dick, Edhasa, Barcelona, 1981. Traducción de César Terrón.
2 Como veremos en otros casos, la elección de los nombres no tiene nada de gratuito en Dick. ‘Mountebank’, en inglés, hace referencia a los charlatanes, a los que se suben (montare) a un banco (banco, bank) para vender a los incautos productos milagrosos de escasa o nula efectividad.
3 Sueñan los androides…, p. 14.
4 Ib., p. 62.
5 La caja de empatía es un artefacto que Dick rescata de un relato breve publicado en 1964 y titulado precisamente La pequeña caja negra. Aquí, como en la novela, la caja es el medio de comunicación y de reconocimiento de la secta de los merceristas, una corriente que en el relato ha sido declarada ilegal por el gobierno paranoico-comunista de los Estados Unidos de América. Cf. Cuentos completos V, Philip K. Dick, Ediciones Minotauro, Barcelona. 2008. Traducción de Manuel Mata.
6 Sueñan los androides…, p. 21. Y los búhos, ya se sabe, nunca son lo que parecen. Cf. Twin Peaks. 25 años después todavía se escucha música en el aire, VV. AA., Editorial Innisfree, 2016.
7 https://colaboratorio1.wordpress.com/2009/08/26/la-conquista-del-espacio-en-el-tiempo-del-poder-eduardo-rothe-1969/ [Cit. 03/01/2017]. 8 Sueñan los androides…, p. 22.
9 Mechanical Mirrors, the Double and Do Androids Dream of Electric Sheep?, Patricica S Warrick. Texto incluido en A Twentieth-Century Literature Reader, Edited by Suman Gupta and David Johnson, Routledge, Londres, 2005, p. 196.
10 De nuevo hay que tener en cuenta el nombre elegido por Dick para bautizar a su blade runner. Como indica José Luis Pozo Fajarnés, Deckard y Descartes (pronunciado a la francesa) son palabras prácticamente homófonas, lo cual apuntaría a uno de los subtextos filosóficos de la novela de Dick. Deckard –argumenta- representaría en cierto modo la razón y el dualismo ontológico cartesianos: “Dick está señalando que el protagonista de la novela hace lo que Descartes justificaría que puede hacerse: matar “máquinas”, pues es lo que son para Deckard los androides, meras máquinas semovientes sin atisbo de alma pensante que les acerque a los humanos”. Vid. Ridley Scott no entendió ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, en http://www.nodulo.org/ec/2016/n169p10.htm [Cit. 03/01/2017].
11 Sueñan los androides…, p. 11.
12 Ib., p. 19.
13 Ib., p. 20.
14 Ib., p. 176.
15 Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt, p. 41. Debols!llo, Barcelona, 2006. Traducción de Carlos Ribalta.
16 Sueñan los androides…, p. 59.
17 Ib., p. 85.
18 Ib., p. 26.
19 Cito por la traducción de Cristóbal Fuentes Barassi, que puede encontrarse aquí: http://xamanek.izt.uam.mx/map/cursos/Turing-Pensar.pdf [Cit. 03/01/2017]. La versión original en inglés puede consultarse en distintos sitios de Internet. Por ejemplo aquí: https://colaboratorio1.wordpress.com/2008/03/26/computing-machinery-and-intelligence-alan-turing-1950/.
20 Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos. Philip K. Dick 1928-1982, Emmanuel Carrère, p. 136. Minotauro, Barcelona, 2002. Traducción de Marcelo Tombetta.
21 Vid., por ejemplo, La otra evolución. Darwin, la conciencia y el comportamiento moral, Pablo Quintanilla, http://blog.pucp.edu.pe/blog/wp-content/uploads/sites/32/2009/06/Pablo-Quintanilla-2009.pdf [Cit. 03/01/2017].
22 Sueñan los androides…, p. 43.
23 Ib., p. 39.
24 Ib. p. 87.
25 Ib., p. 82.
26 Ib., pp., 156-7.
27 Ib., p. 112.
28 Ib., p. 113.
29 Ib., p. 171.
30 Ib., p. 150.
31 Ib., p. 66. 32 Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos. Philip K. Dick 1928-1982, pp. 147 y ss.
33 El obispo Pike es un personaje fascinante sobre el que no podemos extendernos aquí. Remito al lector interesado a las páginas que Carrère le consagra en su biografía de Dick. O bien, si desea tener un conocimiento más detallado, al libro de David M. Robertson, A Passionate Pilgrim: A Biography of Bishop James A. Pike, Knopf, Nueva York, 2004.