CARNE, HIERRO Y PLÁSTICO.

Por Antonio Ramírez
Sin la presencia de Giger, es muy posible que Alien no hubiera destacado demasiado entre las muchas producciones de serie B que se estrenaron en 1979. En cambio, gracias a su crucial aportación resultó ser un verdadero momento de inflexión no solo para la estética del género de ciencia-ficción, sino también para la obra del propio Giger. Fue su oportunidad para colocar el colofón a una serie de conceptos que había estado desarrollando intensamente desde años atrás, de tal modo que todo lo que podía decir en ese terreno pareció quedar condensado en esa película para siempre. Después, su trabajo fue copiado y reaprovechado una y otra vez por Hollywood, devaluándolo sin remedio, pero Alien ha logrado permanecer como una pieza aparte en la historia del cine. De alguna manera, se intuye que sus imágenes son la punta del iceberg de un imaginario que hunde sus raíces en algunos de los aspectos profundos y oscuros del ser humano. Sin embargo, la obra de Giger se desarrolló en unas circunstancias no muy diferentes a la de otros muchos artistas de su época que también se sintieron influidos por el mismo tipo de referentes y conceptos, sobretodo relacionados con la magia y el ocultismo. De hecho, a comienzos de la década de 1960, momento en que Giger aún estaba en busca de su imaginario particular, no hacía falta escarbar demasiado para encontrar el rastro ocultista en muchísimos productos culturales de todo tipo, desde la literatura más elitista hasta las series de televisión más comerciales. Había un interés colectivo por ese tema que había escapado del círculo de eruditos e iniciados, normalmente a un nivel superficial que entraba en lo que podríamos definir como un consumo masivo de carácter “pop”. Era un batiburrillo que mezclaba lo fantasioso, lo erótico, lo extravagante, lo transgresor y todo cuanto se pudiera proyectar sobre unas tradiciones ya de por sí rodeadas de mucha confusión y rumorología. En el caso de Giger, esta fascinación por el ocultismo le llegó a través de su amor por la literatura clásica de terror, concretamente por novelas como Drácula de Bram Stoker o El fantasma de la ópera de Gastón Leroux, las cuales motivaron muchos de sus dibujos de adolescencia y juventud, orientando el desarrollo de su imaginario hacia un universo fantástico que poco a poco se vería colonizado por los símbolos ocultistas.

Por otro lado, cruzarse con la obra de H.P. Lovecraft fue también crucial para el desarrollo de la obra de Giger. A finales de los años 60 este escritor era cada vez más valorado en Europa, especialmente en Francia, aunque aún se mantuviera en un nivel que podría catalogarse como “de culto”. La primera noticia que tuvo Giger sobre el escritor de Providence le llegó en 1966 al recibir el encargo de ilustrar un fanzine llamado The Cthulhu News. Poco tiempo después, su amigo Sergius Golowin, incipiente experto en mitología, folklore y esoterismo, le suministró una serie de lecturas que incluía, entre textos de ocultistas como Eliphas Levi o Aleister Crowley, una recopilación de relatos de Lovecraft. Años después, Golowin también le sugirió la idea de usar el nombre de uno de los grimorios lovecraftianos para su primera monografía: Giger’s Necronomicon. Este libro, editado en 1977, primero en Suiza y poco después en Francia, resultó ser una excelente carta de presentación que afianzó su creciente círculo de admiradores, el cual incluía gente del mundillo del cine y le llevaría a su participación en la fallida adaptación de Dune por parte de Alejandro Jodorowsky, para finalmente desembocar en su trabajo para Alien.
Para ser justos, Giger siempre rechazó que Lovecraft hubiera tenido una verdadera influencia sobre su obra, pero aun así es innegable que se puede establecer una conexión natural entre ambos imaginarios. Por ello, resulta interesante examinar sus dibujos para el citado fanzine editado en 1966: The Cthulhu News. Aunque Giger no había leído todavía nada de Lovecraft, esos dibujos logran calzar de alguna manera con el universo creado por este escritor. En especial, considero que la ilustración titulada “El intento de publicar un nuevo Dios” (ver más abajo) resulta un claro indicio de esa afinidad que con el tiempo se desarrollaría mucho más. Con esa mezcla iconoclasta tan netamente gigeriana de ciencia-ficción y elementos religiosos, se nos muestra lo que podrían ser unas entidades extraterrestres, antecedentes directos del monstruo de Alien. Estas figuras, que son una combinación entre lo larvario y lo ultra-evolucionado, transmiten una sensación que podría ser asimilable, en mi opinión, con ciertos conceptos clave de la obra de Lovecraft, ya que en sus ficciones la magnificencia cósmica y lo repulsivo suelen combinarse de forma ambivalente.

Viendo en retrospectiva estos dibujos de finales de los 60, es justo señalar que Giger estaba sincronizándose o incluso adelantándose a ciertos autores de comics que también iban a desarrollar su obra por esos años. Me refiero a la cuadrilla de dibujantes de la revista Metal Hurlant: Moebius, Druillet, Caza, etc. Sería muy interesante estudiar la posible retroalimentación y mutua influencia entre Giger y estos artistas, tan influyentes en el devenir del género de ciencia-ficción y el comic adulto en general. Sea como fuere, no puede ser casualidad que Metal Hurlant fuera una de las publicaciones que más promovió en el ámbito de la cultura popular tanto la obra de Lovecraft como la del propio Giger. De hecho, en 1978 salió al mercado un número especial de esta revista que estaba dedicado a Lovecraft, precisamente con portada de nuestro pintor. En este número también participaba Philippe Druillet, que puede ser considerado uno de los más interesantes ilustradores que se han inspirado en el escritor de Providence, siempre a través de una estética basada en lo monstruoso y lo extraño. A diferencia de Druillet, del propio Giger y otras pocas honorables excepciones, como por ejemplo las historietas de Alberto Breccia dedicadas a los Mitos de Cthulhu, la gran mayoría de los artistas relacionados con la obra de Lovecraft se han arriesgado muy poco, manteniéndose casi siempre dentro de las convenciones estéticas y los tópicos del género de terror y ciencia-ficción. Lo más usual es encontrarse con una interminable galería de monstruos grotescos y pulpos gigantes con muchos tentáculos, en realidad muy lejos de la peculiar concepción lovecraftiana del terror, que es tan materialista como difusa: eso que se ha denominado últimamente como “horror cósmico”. Por ello, es muy paradójico que para encontrar creadores visuales que efectivamente puedan relacionarse con lo que podríamos definir la “esencia lovecraftiana”, tengamos que señalar a gente como Giger, que de hecho niega su influencia, o incluso haya que recurrir a algunos que muy posiblemente ni siquiera que hayan leído su obra, como es el caso del polaco Zdzisław Beksínski.
En mi opinión, Beksinski, supo transmitir un sentimiento de angustia metafísica y de desazón frente a lo real que podríamos considerar como una certera representación visual del horror cósmico. Especialmente en su etapa más “fantástica” de los años 70 y 80, dibujó y pintó seres que deambulan por páramos y ciudades devastadas por la entropía, con cuerpos tullidos y rostros ciegos, irremediablemente ocupados en rituales sin sentido o portando cargas absurdas entre tumbas y ruinas. Se transmite desde estas obras, a veces con una sutileza realmente escalofriante, la sempiterna presencia de un oscuro y enorme poder, algo así como la fuente del caos que podría ocultarse tras la normalidad de lo cotidiano, lo cual coincide con algunos de los sentimientos que despierta la obra de Lovecraft en sus mejores momentos. Este es el Beksínski más refinadamente pictórico, muy dado a jugar con las texturas y las atmósferas de un modo muy similar al romántico William Turner. Sin embargo, antes de llegar a esa destreza técnica, sus dibujos eran mucho más toscos y crudos, siempre repletos de cuerpos o rostros marcados por la mutilación y la violencia sexual. Es quizás aquí donde se pueden encontrar más conexiones formales entre Beksinski y Giger, no tanto por el tipo de erotismo que se muestra (que en Beksinski es explícitamente sadomasoquista) como por la indagación que se realiza sobre el cuerpo humano: la carne articulada, interconectada o cosida, los conductos y tubos, los tejidos ajenos añadidos, las numerosas aberturas, la multiplicación de formas fálicas, los fluidos, etc. En Beksinski, esta indagación de la imagen corporal puede considerarse como intermitente, pues hay etapas donde su obra se desarrolla, como ya hemos visto, hacia otros derroteros más simbólicos y metafísicos. En el caso de Giger, esta insistente exploración del cuerpo (y por extensión, de lo biológico y lo material) terminó convirtiéndose en un elemento clave de casi toda su obra a través de lo que él denominó como la biomecánica.


No obstante, es necesario aclarar primero que esto de la biomecánica tiene antecedentes muy claros en los dibujos del surrealista alemán Hans Bellmer, que aunque poco conocido en ese momento, sin duda fue uno de los artistas que más influencia tuvieron en el imaginario de Giger. Bellmer se mantuvo durante casi toda su vida en un segundo plano dentro del movimiento surrealista, adquiriendo relevancia solo en los años 30 con sus indagaciones eróticas sobre el cuerpo femenino en dibujos, pinturas y especialmente con sus muñecas articuladas. Bellmer efectuó una apasionada deconstrucción de sus figuras (en casi todos los casos representaciones de adolescentes) en nombre de una nueva combinatoria corporal guiada por el deseo. Para ello, procedía superponiendo, añadiendo o quitando miembros y dotándolos de autonomía, ideando articulaciones o bifurcaciones imposibles y haciendo brotar órganos sexuales allí donde lo pidiera su capricho erótico. Según sus propias palabras: “el cuerpo es comparable a una frase que nos invitara a desarticularla, para recomponer, a través de una serie de anagramas infinitos, sus verdaderos contenidos” (1). El ejemplo más claro de esta idea lo encontramos en su muñeca de 1936, la cual fotografió en multitud de situaciones amenazantes o humillantes, recombinando sus piezas según fuera su capricho. A su manera, Giger tomó buena nota de los experimentos de Bellmer, pero aplicando esa combinatoria corporal no solo a los cuerpos, sino también al contexto en el que están representados, algo muy diferente a lo que hacía Hans Bellmer, el cual solía focalizar su atención en sus mujeres, buscando personalizar en ellas la complicidad perversa o el rechazo del espectador.

Por su parte, Giger crea un universo completo que se iría extendiendo obra a obra, desarrollando una vasta topografía sin fin donde lo biológico y lo inorgánico, lo natural y lo construido, conviven en un perpetuo estado intermedio de carne, hierro, plástico u otros materiales indefinibles. Especialmente en sus obras hasta mediados de los 70, este panorama presenta cierta tendencia al caos, aunque aparecen figuras que son reconocibles y se ,conforman “escenas” entre ellas. Posteriormente el proceso de biomecanización se va radicalizando y los cuerpos están cada vez más interconectados, perdiendo paulatinamente su autonomía hasta convertirse en engranajes de una maquina colectiva. Un buen ejemplo de esto es NY City, una serie acabada en la década de los 80, donde las figuras suelen terminar fundiéndose por completo con una infinidad de mecanismos y bifurcaciones que podríamos interpretar como un paisaje urbano. En comparación con el caos y la vitalidad que todavía podíamos reconocer en muchas de sus anteriores obras, en esta serie las imágenes se han ido reordenando hasta alcanzar una disposición de carácter casi geométrico. De hecho, Giger realizó estos cuadros al aerógrafo tomando como base unas complejas plantillas para componentes electrónicos. Este procedimiento, casi industrial, nos dice mucho de la evolución conceptual de su obra hasta la máxima expresión de la usurpación de la verdadera vida por un perverso simulacro artificial. Quizás por eso resulta su obra tan sombría, y aunque curiosamente abundan las representaciones de nacimientos éstos jamás transmiten un mínimo de ternura o celebración, más bien al contrario. Hasta el punto de que los recién nacidos son lanzados al mundo como si de balas se trataran, literalmente desde la recámara de un revolver. Los propios bebés resultan repelentes, anunciando con sus rostros y gestos que serán tan siniestros como el resto de habitantes del infierno mecanicista donde han sido concebidos. Las madres, cuando aparecen, son expuestas como seres crueles e insensibles que excretan a sus hijos de formas horripilantes, los cuales están destinados a ser triturados en máquinas o pudrirse en el suelo junto a los restos de otros bebés muertos.

Esta expresión tan monstruosa de la maternidad nos lleva a fijarnos en el papel que cumple la mujer en la obra de Giger. Ya sean madres, brujas, prostitutas, sacerdotisas, esclavas, las mujeres de Giger se muestran hieráticas y esbeltas como figuras egipcias que hubieran cobrado tridimensionalidad. Sus rostros manifiestan, sin excepción, el arrobamiento del éxtasis orgásmico a causa de su apareamiento con monstruos nauseabundos y seres muertos en descomposición, o por la inserción de complicados artilugios sexuales. Sin embargo, lejos de escenificarse este sometimiento sexual como un acto de humillación, ellas miran al espectador con actitud desafiante, como orgullosas de tanta perversidad. Respecto a esto, quizás podríamos argumentar que Giger aprovechó su obra para desplegar sus fantasías eróticas más misóginas y sádicas. Lo curioso es que, en comparación con las pocas figuras claramente masculinas que salen en su obra, siempre ridículas o nauseabundas, la feminidad se muestra con una devoción que casi podría definirse como sagrada. ¿Es posible tal contradicción? En mi opinión esto se debe, como explicaré un poco más adelante, a la influencia que pudo tener sobre Giger algunas de las teorías mágicas de Aleister Crowley.

Crowley afirmaba que su Magia sexual podía ser el camino más directo para ejercer la Verdadera Voluntad sobre el mundo, aunque en la práctica resultara ser una combinación de yoga, tantrismo y una sumersión en la ebriedad mediante drogas como el hachís o la mescalina. De ahí que el nombre de su escuela de pensamiento y práctica fuera Thelema, una variación del vocablo griego (θέλημα /Zélima) que designa el propósito de hacer: voluntad. Para aplicar sus teorías, Crowley demandaba la colaboración de una Mujer Escarlata. Quien asumiera encarnar esta figura simbólica (relacionada, según él, con la Ramera de Babilonia del Apocalipsis), debía someterse por completo a sus requisitos, por abyectos que fueran. La más famosa de las mujeres que aceptaron asumir este papel fue Lea Hirsing, que llegó a declarar: “Me dedico por completo a la Gran Obra. Voy a trabajar para la maldad, voy a matar a mi corazón, voy a ser desvergonzada ante todos los hombres, prostituiré libremente mi cuerpo a todas las criaturas” (2). Así pues, considero que es muy posible que Giger tuviera presente este rol de la Mujer Escarlata creado por Crowley a la hora de imaginar las figuras femeninas que pueblan sus visiones, pues también están concebidas para ser mancilladas de todas las maneras posibles. No en vano, esta permanente transgresión del cuerpo femenino es la raíz desde el que se desarrolla todo su concepto de lo biomecánico. Incluso podría decirse que su proceso creativo casi siempre se desarrollaba así, pues se intuye que sus imágenes, realizadas al modo automático surrealista, iban creciendo a partir de las vaginas, los culos, los pechos y las bocas abiertas obscenamente que de una manera u otra nunca faltan en sus obras. Estos elementos femeninos sirven como fuerzas concéntricas desde el que se irradia todo lo demás: un mundo metódicamente interconectado a partir de la proyección de su libido (o su Voluntad, como diría Crowley) en lo imaginario. Quizás por eso, el erotismo de Giger puede parecernos gélido si lo comparamos con el de Bellmer o incluso con el de los dibujos sadomasoquistas de Beksinski, pues al final transmite una sensación de fría y retorcida funcionalidad mecanicista que no deja lugar al misterio o lo fantasmático, resultando en cierta manera más sórdido y perturbador, pero no por ello más excitante ni voluptuoso. Al mirar sus obras, intuimos que los cuerpos que pintaba Giger no fornican entre ellos (o con las cosas y seres más dispares que tengan alrededor) a causa de un genuino deseo o tan siquiera por un gusto perverso, sino cumpliendo un mandato exterior que además les obliga a hacerlo siempre de las formas más repugnantes.

Sin duda, la obra Giger puede interpretarse de muchas maneras y quizás una de ellas sea que muestra la verdad que se esconde tras los ensueños post-humanistas que han infectado nuestra época. Sin embargo, antes que la futura posibilidad de convertirnos en cyborgs, que sería una lectura demasiado literal, creo que los seres biomecánicos de Giger funcionan como una especie de retrato de Dorian Grey que reflejara la podredumbre de nuestra época tras acatar masivamente la sumisión a las máquinas, lo cibernético y lo virtual. Todo está tan interconectado y tan mediatizado a través de los ingenios electrónicos o las pantallas, incluidas las relaciones sociales o la sexualidad, que todos nuestros actos y pensamientos podrían considerarse ya como parte de una monstruosa red biomecánica sin límites. Nos convertiremos en monstruos de Giger, al menos en espíritu, indivisibles de nuestras máquinas, dirigidos por una fuerza exterior perversa que anulará paulatinamente nuestra voluntad, nuestra dignidad y nuestra propia esencia vital. Por eso creo que Timothy Leary, el profeta del LSD en los 60, patinó cuando en el prólogo al libro NY City afirmaba que “los cuadros carnales de Giger, sus paisajes microscópicos, son el toque de bocina que invita a la mutación. Giger, aunque nos remita a nuestro cenagoso pasado vegetativo insectoide, nos impulsa hacia adelante, en dirección al cosmos” (3). Muy al contrario, pienso que debería interpretarse la obra de Giger más como una advertencia que como una invitación. Sin duda, no es una mutación lo que nos demanda, sino el freno inmediato de la querencia por lo artificial que ha engendrado esta época, y antes de que sea demasiado tarde.
Notas:
(1) Anatomía de la imagen. Ediciones de la Central (2010)
(2) Citado en https://elespejogotico.blogspot.com/2013/03/el-alma-muerta-de-leah-hirsig.html
(3) Publicado en Hr Giger ARh +. Editorial Taschen (1991)