FANALES PARA UNA CIVILIZACIÓN OTRA

Por Jesus García Rodríguez


EPISODIO 0: LA NUEVA NO-REALIDAD 

Un virus recorre el mundo… No nos referimos al nuevo (el coronavirus),  sino al viejo, al que lleva recorriendo el mundo ya hace siglos: el virus del plusvalor y del dinero, del ansia de beneficio, del trabajo asalariado, de la hipertecnología… El virus del fetichismo, en suma: ese virus que se contagia diariamente en forma de miedo, odio, avaricia y desequilibrio. 

Esta nueva pandemia surge a su vez en un momento crítico, en medio de la otra gran pandemia del capital: el momento del tránsito del vetusto Estado del siglo XX al moderno Estado del siglo XXI, proceso que el virus va a acelerar y forzar en sus plazos (del mismo modo que la gripe de 1918 surgió en el punto de sutura entre el estado del XIX y el estado moderno surgido con la Revolución soviética). El reto que se ha propuesto este nuevo Estado es evidente: la implantación de una nueva transparencia mediante todos los medios tecnológicos disponibles. Ese nuevo Estado busca cerrar al completo y herméticamente su radio de acción, busca la desaparición de todos los posibles puntos ciegos en el panóptico cuasi-universal, la clausura definitiva de la clandestinidad y la total abolición de la vida privada: que el individuo no oculte –  no pueda ocultar – nada, en nombre del consumo y del capital: la exposición absoluta del individuo a los poderes económicos y políticos, no sólo ya de su vida biológica, sino también de la totalidad de su vida íntima, descargada y «subida» a las redes sociales y aledaños desde su más tierna infancia.  

Asistimos al fin de la pólis y al fin definitivo de la política en favor de la gestión puramente tecnológica y científica de la humanidad. El materialismo «democrático» del siglo XX da paso al digitalismo totalitario del siglo XXI. Los ciudadanos ya son solo cuerpos pasivos que han de ser gestionados por las nuevas tecnologías. Las relaciones entre humanos, incluso las más íntimas y cercanas, vienen radicalmente mediadas por instrumentos tecnológicos interpuestos. La nueva no-realidad, como la anterior, es la realidad de la miseria vestida de gala y de hipertecnología. Es la no-realidad de la realidad virtual, de la digitalización de todos los procesos, incluidos los más privados e interiores, del distanciamiento cada vez más abismal de nuestras sociedades de lo concreto, de lo matérico, de lo carnal y de lo orgánico. Es el gigantesco proceso de conversión de la materia en substancia digital pasiva manejable, en mercancía abstracta. No estamos ya en un no-lugar, como se decía en el siglo XX, cuando aquello era una excepción localizada, sino en una no-realidad que no es sino la universalización del no-lugar en todas las dimensiones e instancias, una no-realidad que se nos impone en nuestras existencias como un bloque tecnológico único e indiferenciado. 

Pero lo cierto es que este proyecto totalizador conjunto de capital y de Estado no acaba de imponerse de forma global, sino solo de manera discontinua, quizá porque ese proyecto es absolutamente antagónico con la realidad misma. No acaba de despegar porque está, ya desde hace mucho, lastrado por la crónica deuda de los Estados, que se va a convertir ahora en  deuda crónica de los individuos y de las empresas, la famosa «muerte a crédito» que con tanto acierto ha analizado Anselm Jappe. Esa ola de deuda va cayendo ahora sobre el mundo, tras la cuarentena de la pandemia, como un velo de miseria en medio del fulgor de soberbia de la hipertecnología. Es evidente que no estamos ya en una crisis, sino en una crisis de crisis: estamos ya con toda claridad en un punto determinado en la curva descendente de la decadencia. 

Da muestra de ser esta una civilización que da sus últimos coletazos, que avanza, sí, pero avanza a ninguna parte, dando tumbos, o únicamente y siempre a una sola parte (como el adicto con el síndrome): hacia la apoteosis del dinero muerto y del imperio de la mercancía. La pandemia ha mostrado que los límites a esa totalización existen, y que son mucho más reales que esa no-realidad que se nos quiere imponer. Ha mostrado que la exterioridad, como ya se ha constatado, no es una fierecilla domada, sino la substancia de la que estamos hechos, y que nos precede, y que tiene potestad sobre nosotros y sobre lo nuestro. Solo meses antes de la pandemia, en enero de 2020, se cernió sobre España uno de los mayores temporales  que hasta ahora se han visto, con inundaciones, olas desbordantes y violentos temporales de nieve y de viento. Y durante la pandemia, en enero de 2021, Filomena mostró sus dientes arrasando con la mayor nevada vista en décadas en la Comunidad de Madrid, por poner otro ejemplo reciente.  La crisis ecológica, cuyas consecuencias van a ser mucho más devastadoras que cualquier crisis económica, va asomando su cabeza de hidra mientras nos escondemos con ansia en las pantallas de nuestros teléfonos móviles. 

Esta civilización nuestra de la no-realidad, de la ausencia sistemática de presencia, ha llegado a un callejón sin salida: hace ya al menos dos décadas que lo virtual y abstracto pesa mucho más en ella que lo real y concreto, que lo material de lo que se nutre nuestra vida. Se impone, como deber ético, político y existencial, pasar página, cambiar de rumbo, dirigirnos a una civilización otra, con una economía otra, una cosmovisión otra, una sensibilidad otra, un espíritu otro. Debe parecer esa una labor inmensa, ingente, inabarcable; sin embargo, quizá esté más cercano de lo que pensamos el fin de esa forma disforme de estar en el mundo; los signos de su crepúsculo son manifiestos para quien quiera verlos.  

Vamos a intentar desde este lugar proponer, en las siguientes entregas, algunos destellos o relumbrones de una civilización otra, distinta, posible y accesible. No han de entenderse esas propuestas, o más bien visiones, como decretos programáticos o como imperativos categóricos, sino más bien como meros lanzamientos de dados que intentan no abolir el azar, sino un Régimen entero; como profecías que buscan autocumplirse y abrir una grieta en la pared de lo dado y mediado culturalmente; como sueños sagrados que el planeta y sus genios del lugar (genii locorum) envían a nuestras mentes desde un futuro plausible. Atentos por tanto los interesados a la siguiente entrega de Óxido lento.